/La mujer en el espejo II

La mujer en el espejo II

Otra vez en casa y sin planes. Mis jueves habían empezado a volverse rutinarios. Preparé el mate, puse música de fondo, ordené ropa, limpié. Y ahí estaba ella, con su compañía constante y su mirada, a veces, perdida. Qué bien le queda el pelo así. Di tantas vueltas por la casa que en un momento se cansó de jugar al reflejo y se tiró un rato en la cama. Después de la visita de Nicolás, empecé a mirar con más detenimiento su escena. Éramos muy parecidas, pero no iguales y su espacio, tampoco era igual al mío. Noté cosas como un cuaderno que yo tenía abierto, ella lo tenía cerrado. ¿Por qué?

Había más, a medida que pasaban los días, mi pelo se volvía rojizo. No, no mi pelo, su pelo. Mi pelo, en el espejo iba cambiando de a poco su color ¿Por qué? También noté facciones más adultas y un ligero estirón, como si fuese más alta. Y cuando la veía sentarse, tenía otro aire… no me veía como siempre. Se sentaba diferente, como sacando cola. Definitivamente no era yo. En los espejos de mi trabajo, sí. En el de mi casa, yo era otra persona, o la mujer en el espejo empezaba a tomar parte de su propio cuerpo y se dejaba ver en completa transparencia. Me habían salido… no, le habían salido dos lunares en el cuello, chiquitos, casi uno arriba del otro. Parecía una mordida de vampiro de dientes chuecos y mal dada. Pero le quedaban hermosos. No era yo, pero era linda. Me gustaba esta imagen que proyectaba el espejo, ventana de algún mundo paralelo, quizás no tan lejano, ni tan a destiempo.

Yo sabía perfectamente a quién imaginaba detrás de ese vidrio. La visualizaba envuelta en una especie de alas en tonos tierra, como las de esas polillas dañinas que pueden arruinar toda una cosecha. Ella ya lo había dicho, “salió de su crisálida”. Venía dispuesta a todo y eso me excitaba. ¿Qué teníamos en común, a demás de los vuelos crepusculares y los amantes políticamente podridos de sus rutinas, sedientos de aventuras y carentes de huevos? Perdón, me dejé llevar… es que cualquier aparición masculina se volvía aburrida frente a las escenas que podía imaginarme con ella. Saber que juntas estuvimos con Nico en casa, que estuve en ella antes de distraerse con la vista hacia el jardín—aunque siempre éramos tres— me volaba la cabeza.

Yo, en cambio, imaginaba secuencias en par.

Escenas propias, ahora nuestras, sólo nosotras. Nos dejábamos ganar la una a la otra, fluíamos entre piernas cruzadas de ríos acaudalados. Vertientes frotando sus aguas en las piedras del monte ajeno. Exquisito placer fundado en las letras que nos acariciaban los pechos mientras las escribíamos. Pellizcando las tildes de nuestros pezones —erectos, diría ella— bebiendo el vino de las indecencias y dejándome enseñar tras el antifaz que me cubría. No se había escrito aún la canción que nos hiciera de cortina, pero en mi cabeza sonaba Bach y me gustaba. Imaginaba chats de altas horas, compartiendo fotos, contándonos cosas. Haciéndome íntima de ella hasta tenerla de a poquito más cerca del lugar dónde mi pensamiento la quería. Así, horas y noches desde su primera aparición. Hacía mucho que una mujer no me despertaba estas cosas… Desde la bella Lovely, creo.

Como consecuencia cósmica del imprudente pensamiento fijo en esta escritora, me llega al celular un whatsapp de un número de Mendoza. La foto de perfil era una guitarra en blanco y negro. Dijo ser Lisandro, un lector. De inmediato pensé en el personaje de las notas de mi susodicha en cuestión. Le pregunté si era él… me dijo que sí. ¿Cómo?

Algo tenía mal olor, había gato encerrado. ¿Cómo consiguió mi número?

Un intenso momento de duda, me citaba con la mira en el celular, en su eterno “escribiendo” que luego desaparecía. Para mí, borraba y volvía a escribir. Indescifrables segundos, esperando la respuesta que quería y no llegaba. Le avisé de antemano que se había equivocado de número, pero insistente dijo que no. También le dije que no quería líos… un poco más y se me ríe en medio de la charla.

Este ejemplar macho me escribía, sabiendo que era posible que supiera quién era él.

Intercambiamos mensajes a la tarde y volvió a escribir durante la noche. Dijo estar en Buenos Aires, le pedí fotos. Me dijo que estaba en el hotel, que no valía la pena. Me hablaba como en clave, no sé bien cómo explicarlo… decía cosas muy puntuales y me hacía sentir que esperaba una respuesta igual de exacta. No entendí muy bien. Tampoco le creí lo de su estadía en mi ciudad, así que me despedí con un “que descanses, hablamos mañana” y resolví no clavarle el visto a su “beso hermosa”.

Para mí, no era él.

Era alguien que me quería hacer pisar un palito o —fantaseando—era ella misma la que me coqueteaba.

No sé bien que pensar de esto. Si realmente era Lisandro, jugaría a pleno con él, pero sucio. ¿No le basta con tener mujer y amante? Siempre quieren más… yo también.

A mí no me interesa otro tipo casado, la quiero a ella, y el fin… el fin justifica los medios.