Es miércoles, son las cuatro de la mañana y vuelvo caminando borracho desde la Taberna hasta mi departamento. Tengo que recorrer diez cuadras, es decir, cuatro canciones en orden aleatorio. Extraordinariamente, las últimas tres son de Héroes del Silencio.
Mi aliento destila cerveza y mi atención se centra en el detalle de cada pieza. Tomo cada palabra que suena como propia y la canto, como si fuera para alguien. Los locos de la calle me saludan y el centro parece a una cordillera de concreto.
Disminuyo el paso progresivamente para terminar de escucharlas todas, pero me freno un poco antes de llegar a casa.
“Ya somos más viejos y sinceros, y que más da”, dice Bunbury, e inmediatamente saco el celular del bolsillo y pienso en escribirle. Mi mano tiembla como pera de cocainómano y extrañamente, mis palabras están mudas. Vuelvo a guardar el teléfono y me río sutilmente, suponiendo que alguien está filmando esta escena y que esto es parte de una película. Me percato en ese instante, de que estoy más ebrio de lo que creía.
Al entrar al edificio, reboto entre las angostas paredes de la escalera y me desnuco sobre el colchón. Estoy demasiado instrospectivo para la cantidad de alcohol que tengo en sangre. Pienso en masturbarme, pero me duermo antes.
De repente, me encuentro fragmentado en varios lugares a la vez. La Plaza España, la terraza de la casa de mis viejos y la Pulpería de Luján. Siento que soy más joven, pero que se lo mismo que ahora y olvido momentáneamente cualquier vestigio de ansiedad.
Las imágenes se van materializando poco a poco, hasta que la encuentro. Nos miramos diez segundos, seis meses, tres años. Mil recuerdos se condensan en nuestras retinas y la dictonomía entre la idea y la mujer se reconcilian momentáneamente. Vuelvo a perseguirla para molestarla y ver su sonrisa loca. Mis manos sienten los poquísimos pelos de su brazo erizándose sobre su piel y continuamos fijos, sin decirnos nada. Somos prófugos de la dictadura del lenguaje.
Hasta que decide romper con el silencio y grita que somos arte vivo. Le contesto que si mis hijos no son con ella, por lo menos será la mejor historia que tendré para contarles. Luego, sin ningún motivo empezamos a reírnos, cada vez más fuerte, más agudo y envuelvo su cuello con mi brazo derecho. Al rato nos enojamos sin saber por qué, pero tampoco importa. Las pequeñas discusiones, también son estupendas. De pronto, estamos acostados en una cama inmensa, cada uno en cada lado. Estiramos nuestras extremidades petisas hasta enlazarnos. Le susurro que no me olvide.
En ese instante, los cuerpos comienzan a descorporalizarse, trato de aglutinar sus partes pero se desvanece, no la puedo sujetar. Nos despedimos sin querer y por accidente.
Despierto empapado, en un llanto power metal, abrazado a mi almohada y sorprendido. Pensé que ya la había olvido y que los sueños húmedos no dolían tanto.