/Alguien tiene que hacerlo

Alguien tiene que hacerlo

— ¡Alguien tiene que hacerlo! — Hasta a mí me asustó el retumbar en las paredes del portazo que pegué. Estaba molesto. Pero es que mi madre nunca entiende nada. Tiene que quedarse en casa, ella sabe que no puede moverse y bueno, no queda otra que cerrarla bien. De ella y sus amigas, aprendí lo fácil que es engañar a una mujer, si se aprende a leer en sus ojos lo que les hace falta en su patética vida. Siempre llorando, siempre exigiendo, como si tuviesen que tener todo servido.

Hace poco fui a un pueblito que queda cerca del campo, Canalejas creo que se llama, queda en otra provincia. Un lugar con poca gente, de esa que confía en los demás aún sin conocerlos, pobres ingenuos. Es un lugar de paso hacia la ciudad. Allí es donde las mujeres requieren más aprobación de los de afuera, que las miren y las deseen con su pureza y su inocencia resguardada. Ellas son idiotas, la sociedad es idiota. Y yo me vuelvo uno más de ellos y eso no lo puedo permitir.

No voy a llorar dando lástima por una infancia atroz, de un padre golpeador, de una madre ausente, no, no es así. Mi madre, vivía pendiente de mí, casi no podía respirar sin que ella se preocupara si estaba enfermo. Todo lo curaba con una supuesta fe en algo, que nunca logré entender. De a poco tuve que encontrar un espacio que fuera solo mío, donde ella no se entrometiera y lejos de su mirada de águila que me perseguía a donde sea que me moviera. Encontré la llave del altillo, donde se guardaban las cosas de mi abuelo. Como siempre, mi madre me escondía todas las llaves. Con ocho años descubrí en ese altillo la fascinación por coleccionar objetos extraños. Comencé una vida de búsqueda incansable de los más raros que pudiera conseguir. Hasta que eso no fue suficiente, quería lo que los demás escondían bajo sus llaves íntimas. Hurgaba en los cajones de las amigas de mi madre y siempre encontraba cosas que podía llevarme a escondidas. Las mujeres guardan las cosas más extraordinarias pensando que no se puede o no se deben mostrar. Alguien tendría que hacerlo algún día.

En este pueblito encontré uno de esos tesoros ocultos y desde ese primer minuto que lo vi, no pude dejar de ansiar tenerlo en mi colección. Le pertenecía a una muchacha que no era muy agraciada, no estaba mal de cuerpo pero su actitud era pésima. Una altanería se dibujaba en su rostro, pero sus ojos… siempre los ojos dicen la verdad, ella, como todas, ansiaba que alguien la aprobara como mujer. Su madre si era bastante insulsa, fue fácil entrar en su casa a través de la religión, siempre en cada casa hay alguien que busca redimir su camino o al menos aparentar que lo debería hacer. Pasé buena parte de la tarde convenciéndola de comprar unas Biblias que tenía. —Una mujer tan seria como usted debería tener una a la mano, se que lo desea. — Y esa señorita escuchaba detrás de la puerta, a escondidas.

A solas con ella, la convencí de mi admiración por su inteligencia y logré que bajara la guardia un poco, como para llevarla lejos de su hogar. Si bien, no fue fácil al principio, creo que di en el clavo al tocar la fibra de su cerebro que la hacía sentir diferente. Se leía en sus movimientos el deseo de ser distinta a las demás, mostrarse que era superior a mí y a todos. Me miraba de reojo desde su altura intocable, alejada del mundo vulgar que la rodeaba. Mi cabeza solo seguía cada movimiento de la pierna de palo. Tenía que ser mía. Ese objeto brillante, perfecto, moldeando con suaves curvas, esos diminutos dedillos del pie casi tan reales.

Y tuve en mis manos su pierna de palo, me la llevé, y con ella su actitud altanera. Saboreaba la sensación de éxtasis al obtenerla, la recorría en mi mente sin animarme a tocarla, era mía, toda mía. Con ese tesoro a cuestas en mi maletín, llegué al cruce de frontera entre las dos provincias. Me frenaron dos policías que querían revisar lo que llevaba, creo que me dijeron que buscaban algo así como frutas y verduras. En la charla con ellos los convencí que llevaba solo Biblias conmigo, que ni siquiera una botella de agua podrían encontrarme encima. Uno de ellos parecía interesado por mi mercancía, y con una gran sonrisa amable le recité algunos pasajes bíblicos que había aprendido de chico. —Mire, no traigo mucha plata ahora pero me gustaría comprarle una, por favor. ¿Me promete que volverá por aquí? No hay vendedores como usted y menos con esa mercancía tan interesante. Quisiera regalársela a mis suegros, ellos están solitos allá en la ciudad. — El policía me miraba demasiado directo a los ojos. Como dije, la sociedad es idiota y creen en cualquier cosa siempre que vaya acompañada de una sonrisa amable.

No voy a negar que mis nervios casi me juegan una mala pasada, haciendo que mi mano temblara, provocando la caída del maletín y, como si fuera poco, todo esto dejó a la vista mi hermoso tesoro. Pero mi buena suerte era tan grande, los policías miraban hacia el río y comentaban sobre la sequía de este año y que venía poca agua. Llegué a casa sin problemas. Dejé la pierna de palo entre los demás objetos. Al lado del ojo de vidrio que otra mujer me había entregado. Me senté en un enorme sofá para admirar mis logros, uno por uno, iba recordando las historias que escondían detrás. De todas me quedé con lo más importante, sus secretos se habían develado ante mí y yo los poseía, como lo hacía con sus pertenencias más oscuras. Ellas quieren regalar esos secretos, necesitan que los vean como algo especial. Y alguien tiene que hacerlo.

A los dos días tocaron la puerta. Siempre la dejo cerrada con llave, por mi madre, que siempre se quiere escapar, ella no está bien. Era un móvil de policía. Y yo estaba seguro que venían por mis tesoros. El altillo tenía una ventana trasera, por allí pude sacar parte de mi colección y me fui despacio, sin hacer ruido, hasta la terminal de Ómnibus. El pasaje más rápido era hacia la otra provincia y no dudé en tomarlo. A las dos horas de viaje hicieron una parada en la que tuvimos que bajar. Medio somnoliento traté de ver donde estábamos, el colectivo en su movimiento suave logró hacerme dormitar un buen rato. Cuando pude darme cuenta, se acercaban unos policías al depósito del colectivo, justo donde estaba mi bolso con los objetos que pude rescatar. Observé a mí alrededor, pude darme cuenta que estábamos en el pueblo donde vivía la muchacha de la pierna de palo. Recordé, justo a tiempo, el comentario de los policías sobre el río y vi la oportunidad de escapar por allí.

Sólo con mi maletín crucé el río. No me costó mucho entrar en él. Era ancho, un poco rápidas sus aguas, pero no me quedaba más que cruzar por allí. Era lo más seguro para escapar de la vista de todos. Llegué hasta la mitad del cauce y algo atrapó mi pie sin dejar que pudiera moverme. El barro que había debajo, no dejaba que pudiera salir de allí y cada vez me hundía más. Traté desesperadamente de escapar de mi trampa pero no había forma, y a lo lejos veía como se acercaban los agentes policiales. Del otro lado del río, frente a mí, vi cómo aparecía lentamente la muchacha de la pierna de palo. Venía cojeando con una muleta, y su cara altanera impoluta, sumada a su reprobación, detrás de esos anteojos horribles que la alejaban de la sociedad estúpida que la rodeaba.

Yo fui un idiota, me terminé convirtiendo en uno más del rebaño. En la cárcel, se aprovechaban de mí, me robaban el bastón para burlarse de mi invalidez, jugando con él como si solo fuera un pedazo de madera. Por una pierna de palo, perdí la mía. Pero… alguien tenía que hacerlo.

Escrito por Gabriela Chiapa para la sección:

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