Tengo la habilidad de enamorarme fácil.
Fin.
Esa podría ser toda la nota y no habría errado a ninguna palabra de esa oración. Bueno, tal vez en decir “habilidad”. Debería decir costumbre.
Tengo la costumbre de enamorarme fácil.
Ahí está. Ahora sí.
Y no me asusto al decirlo, porque engañarse a uno mismo es totalmente inentendible.
Aunque todo tiene sus parámetros y sus tiempos. Por lo general me enamoro a primera risa, y me dura menos de 15 minutos. Son enamoramientos fugaces, de esos donde el corazón me empieza a latir rápido y mi mente vuela lejos. Donde la mujer que tengo enfrente me debe ver como embobado, con extrañeza.
Disculpe mi expresión, señorita, la estoy amando con todo mi ser. Pero me dura quince minutos, no más. Después veremos qué pasa cuando el corazón se calme: tal vez sea usted buena amiga, conocida o tal vez una simple extraña. Qué siga bien señorita, gracias por dejarme ser parte de su tiempo, un ratito aunque sea.
Y me ocurre en los lugares menos pensados: una secretaría atrás de un escritorio, cuando voy a hacer un trámite, puede llegar a ser el amor de mi vida durante quince minutos, y nada más. Tal vez ella ni lo haya notado, pero lleno todo de colores por un ratito.
El amor fugaz es difícil de llevar, hay que tener los pies sobre la tierra todo el tiempo. Debería venir con una etiqueta que indicara: “Mantenga el corazón tranquilo en todo momento y la boca cerrada.”
Pero ¿Qué pasa si el amor sigue después de quince minutos? Pues encienda las alertas, joven. Me ha pasado dos veces en mi vida. Sí. Solamente dos. Y después de eso todo en la vida de uno cambia de repente. Después de eso no podemos enamorarnos más fugazmente, porque todos nuestros sentidos aman a la misma mujer. Y ya no son quince minutos, ahora el tiempo es indefinido. Y ya no es que se nos llena de color la vida por un ratito, ahora caminamos en el más pintoresco de los cuadros.
Y créanme que no hay nada más hermoso, que cuando ya pasaron los quince minutos y el corazón sigue embobado…