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Crónicas de cuarentena

Lo malo de la felicidad, es que no te das cuenta de que sos feliz hasta que ya no lo sos más. Y claro que la vida tiene de todo, y nos convencemos de que los tiempos malos tienen que acabarse, pero eso es un relato para mitigar la angustia, así como las religiones y los libros de autoayuda. Bueno, ¿y qué? ¿Cuál es el problema de buscar estrategias para mitigar la angustia? Sartre (¿O Camus?) decía que la única pregunta que vale la pena al final del día es por qué no suicidarse. Tenemos que encontrarle un sentido a la existencia. Lo necesitamos para pasar los tiempos malos. Porque cuando las cosas van bien, cuando van bien de verdad, a nadie se le ocurre pensar en suicidarse. Y si no le encontrás sentido a lo que estás haciendo, y tenés angustia, y necesitás encontrar motivos para resistir, pues es que las cosas no van bien. No van bien con quien sos de verdad.

Me quedé callada y levanté la vista. Para darle más vueltas al último argumento, y también para terminarme el mate que ya se estaba enfriando entre mis manos. Con el encierro me he encontrado cada vez más seguido hablando sola. Los intentos de las primeras semanas por seguir rutinas de deporte en youtube, probar recetas nuevas e incluso avanzar con literatura pendiente han ido quedado irremediablemente relegados a la categoría de “cosas que me estresan”.

A ver… Tengo claro que no quiero suicidarme. Porque tengo muchas cosas pendientes. Fundamentalmente, todavía mucho que hacer en el mundo para que sea un poco menos de mierda. Así que tengo que estar acá. Pero bueno, también está el tema de la felicidad. De la alegría que es necesario defender cada día. Y que sólo es real cuando es compartida. ¿Hasta qué punto podemos compartirla en cuarentena?

Las videollamadas claramente son mejor que nada, pero no es lo mismo. Definitivamente no es lo mismo que compartir el aire en la misma habitación. Y tener la posibilidad de darse la mano, o de contagiar una carcajada o comer a medias una porción de torta. Claro, lo bueno del aislamiento es que podemos valorar más lo que antes dábamos por sentado. Pero pucha que ya está siendo largo. Y lo peor es que no tenemos certezas sobre cuándo va a terminarse.

Pero bueno, mientras tanto hay que ponerle onda. Mantener la cordura para poder ayudar a quienes estén más jodidos, y respirar. Conectarse con la respiración para poner pausas y escucharse. Aunque no es simple hacerlo. Me pasé los primeros 2 meses de encierro escuchando música en cada minuto en que no tenía clases, justamente para evitarlo. En parte porque siempre he tendido a sobre-pensar las cosas, y sé que eso no me lleva a ningún lugar bueno. Y en parte estoy cómoda fluyendo con los acontecimientos. No haciéndome cargo. No asumiendo la responsabilidad. (Lo cual es coherente con la impotencia casi absoluta que surge frente a cualquier desafío que implique salir físicamente de casa).

Y por eso busco distracciones, y busco desesperadamente llenarme de atención de otros. Nunca había publicado tantas cosas en redes sociales. Lo más triste es que la sensación apocalíptica de que el mundo se cae a pedazos es diametralmente opuesta al optimismo de octubre pasado, cuando sentíamos que lo estábamos creando de nuevo. O que por lo menos estábamos cambiando para siempre la historia de Chile.

Y claro que está el tema de las proporciones, y que en verdad se mueren millones de personas por otro tipo de enfermedades, y que el tema del Coronavirus está sobredimensionado en la prensa. El problema real es el colapso de los sistemas sanitarios, que no están adecuados para recibir a tanta gente junta. Pero también es cierto que se están instalando estrategias de control de la ciudadanía que restringen de manera insólita las libertades. Podríamos argumentar que somos tantos que la única manera de garantizar (al menos por un tiempo más) la supervivencia de la especie es a través de un orden estricto, y ojalá en manos de inteligencia artificial que sea más eficiente asignando recursos.

Tal vez la quimera de la libertad fue justamente eso, una quimera. Inviable en un mundo donde la población crece de manera exponencial. ¿Y es tan grave que perdamos libertades? ¿Qué hacemos, al final de día, con nuestra libertad? Ja! Más difícil aún: ¿Qué es la libertad? ¿Para qué la queremos, si en verdad tantas veces elegimos tan mal? ¿Porqué elegimos mal, para empezar? Bueno, porque no tenemos toda la información dirían algunas escuelas de pensamiento económico que critican el principio de elección racional. Porque no tenemos desarrollada la capacidad de postponer la recompensa, debido a falta de disciplina, que igual puede justificarse en la imprevisibilidad de las reglas del juego en los contextos menos favorecidos, según algunas escuelas psicológicas. Y finalmente, también puede ser que tomemos malas decisiones porque estamos condicionados por relaciones de poder, discursos hegemónicos y alienación de la conciencia, como señalan algunos filósofos críticos.

El tema, es que si generalmente elegimos mal, ¿para qué queremos ser libres? El punto probablemente radica en que desconfiamos de la benignidad de los motivos últimos del sistema que tomaría decisiones por nosotros. ¿Buscaría lo mejor? ¿Lo mejor para quién o para quiénes? Y entonces volvemos al punto de que a pesar de que nuestras decisiones no siempre sean las mejores, siempre parten de la base de que estamos buscando proteger nuestro propio interés (que a fin de cuentas, es la supervivencia, y luego, la felicidad).

Por eso es importante defender la libertad. Porque la eterna disputa entre bien común y bien particular no está saldada, y a falta de un Dios omnipresente y benigno, no tenemos motivos para creer que otros de verdad buscarán los medios para protegernos y garantizar nuestra felicidad. Los padres ya no están para salvarnos. Otros pueden intentar mantenernos contentos y distraídos (al mejor estilo Un Mundo Feliz, de Huxley) pero siempre y cuando eso sea funcional a los intereses del sistema.

Y entonces llega el momento de preguntarse por el sistema y por los intereses que realmente defiende. Y ver si son las elites políticas las que negocian y tranzan las reglas del juego, o las corporaciones internacionales (que tienen la desventaja de que no son elegidas por nadie, y entonces no necesitan responder por sus actos) o simplemente un algoritmo programado para garantizar la supervivencia de la raza, a cualquier costo (je! Cualquier relación con películas de ciencia ficción o políticas maltusianas de control de la natalidad es pura coincidencia).

Bueno, que el mundo avanza hacia una limitación de las libertades individuales es un hecho. Podemos optar por resistir de manera activa, o no. Pero es poco práctico pensar en la opción de desconectarse de internet. En parte tampoco tendría mucho sentido, porque las cámaras en las calles y los registros bancarios seguirían teniendo demasiada información nuestra. Y también porque es cierto que la vida en línea es más eficiente. Disminuye los costos de transacción (en tiempo y en recursos) y por lo tanto optar por no aprovechar estas ventajas es insostenible en el mediano plazo (pensando, otra vez, en términos económicos).

En fin, la verdad es que igual el tema de la libertad y el mundo que se viene después de la pandemia son justamente ese tipo de cosas a las que llego cuando me pongo a pensar demasiado. Hay que pasar la cuarentena primero. Voy a poner algo de música.

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