Aún recuerdo cuando llegué al hospital por primera vez, recién recibida y con ansias de empezar. El cachetazo de realidad fue casi inmediato: paredes sucias y sin pintar, muebles desvencijados, pocos recursos para trabajar, pacientes sufriendo destrato y alienación. Intenté varias veces hablar con mis colegas y con el director ¡Quería hacerles entender, por dios! No importaba si teníamos poco, lo importante era querer sacar a los «padecientes» de esa miseria, de esa situación en la que no eran ni siquiera consideradas personas. Algunos colegas, más grandes, me escucharon pacientemente, pero no me decían nada. Otros, trataron de intimidarme: “Mirá nena, vos sos muy nuevita aún, no entendés cómo funcionan las cosas por acá”, “Quedate en el molde”, “No te compliques la vida, pensá en tu familia. La situación del país está difícil, mejor no llames la atención”. Todos los días observaba horrorizada, angustiada y atada de manos la realidad cruel que se nos venía encima, que nos aplastaba, que nos asfixiaba.
Cuando se daban por vencidos con alguno de los pacientes la solución era simple: terapia de electroshock, lobotomías y todo tipo de maltratos así, sin reparos, sin explicaciones. Para mi desgracia, vi muchos casos así, pero hubo uno que me afectó particularmente. Creo que fue algo en su mirada, perdida, resignada y triste. Se había cansado de luchar con las voces en su cabeza. Estaba en tratamiento hacía mucho tiempo, no mejoraba para nada, al contrario. Cada día que pasaba era más violento y complicado, había que mantenerlo alejado de los demás. Había adquirido una maña nueva, me contó un colega. Hablaba en voz baja, para que te acerques a escuchar lo que decía, y cuando lo hacías, te mordía o te arrancaba los pelos. A raíz de esto tuvieron que aumentar su dosis. Ya no quedaba nada de él, de lo que alguna vez fue. Mientras lo colocaban en la camilla, todo quedó en silencio. De fondo, sólo se escuchaba la radio: “Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la junta militar…” Él sólo cerró sus ojos. Cuando los volvió a abrir, ya no estaba.
Los días siguientes fueron terribles, no podía dejar de pensar en él. Había que andar con mucho cuidado por las calles, se habían vuelto peligrosas, andaban autos verdes por todos lados que te paraban preguntándote a dónde ibas, porqué, con quién, etc. Un día, llegó una carta al hospital: se prohibía terminantemente formar comunidades, dictar talleres, terapias de grupo, en todo el país. Una enfermera, como tratando de justificar tamaña atrocidad me miró y me dijo: “Y si, pasa que comunidad suena parecido a Comunismo”. Estaba indignada. ¿Qué tanto daño le iba a hacer a la junta militar una pequeña comunidad de locos como la que yo tenía ahí?
A escondidas, sin permiso, continué con mis talleres. Compraba acuarelas y papeles con mi sueldo para que pinten, hacía bizcochuelo y llevaba para que tomen mate, cantábamos, nos reíamos. Por un rato, todos nos olvidábamos de lo malo. Un día, el director me mandó a llamar y me advirtió que no podía seguir haciendo eso. “¿Haciendo que?” le pregunté, y me contestó furioso “No te hagas la boluda. No lo hagas más porque nos vas a perjudicar a todos y eso no lo puedo permitir. Prometemelo por favor”. Asentí con la cabeza y me fui. Pero ambos sabíamos que no iba a cumplir con esa promesa. Continué, por unos días, como si nada, y eventualmente dejaron de advertirme. Una tarde, cuando estaba saliendo de mi consultorio, sonó el teléfono. Era mi madre: “Hola ma, si a las nueve estoy ahí. ¿Hiciste milanesas? ¡Qué rico! Dale, nos vemos más tarde».
Caminé unos pocos metros para ir a la parada del colectivo, sentí un auto frenar y cuando giré vi a un par de tipos, con anteojos oscuros, que me subieron a su auto, acusándome de comunista, conspiradora y traidora. Uno de mis locos del taller lo vio todo. Sorprendido o confundido, no lo sé, solo atinó a saludarme con la mano, como en un último adiós.
Esa noche me mataron, aplicando, paradójicamente, electroshock, la misma terapia, aunque esta más violenta y cruel, a la que yo me oponía tanto. Al principio pensé que todo había sido un sueño. Todas las mañanas continué yendo al hospital. Estaba hablando con mi paciente, el mismo que me saludó. Bajó la cabeza y su rostro se ensombreció. Me dijo “Solo yo te veo, doc. Nadie más”. Quise hablar y la voz no me salió. Una enfermera lo vino a buscar, estaba empezando a llover. Lo miró y le preguntó: “¿Con quién hablás?” y él le contestó: “Con nadie”. En ese momento entendí todo. Nunca me iba a poder ir del hospital.
Escrito por Valeria Reta Lavalle para la sección: