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Danza de duendes y hadas

El misterio de la mansión Peláez

Pavón es un pequeño y pintoresco pueblito ubicado a 25 km de San Rafael, un lugar de paso que en los últimos años ha atraído algunos turistas por su innegable encanto. Sin embargo, la aparente tranquilidad que se respira, ha sido interrumpida en numerosas ocasiones por una serie de desapariciones que han llamado la atención de las autoridades.

El cuadro se repite una y otra vez, se trata de niños y niñas de entre 8 y 14 años que desaparecen de un momento para el otro, y son hallados días después en el canal de riego que se encuentra cerca de la entrada del pueblo. Los cuerpos no presentan signos de violencia física, y la causa de muerte es siempre ahogamiento.

A simple vista, pareciera ser que se tratase de accidentes, después de todo no es extraño que fallezcan niños ahogados, siempre a consecuencia del descuido de sus padres. Sin embargo, alrededor de estos “accidentes” hay una serie de rumores que los convierten en una especie de maldición, el factor en común de todos ellos es un edificio icónico de la comunidad, la mansión Peláez.

La mansión Peláez esta deshabitada desde hace al menos 30 años, su dueño simplemente desapareció sin dejar rastro, sin hijo o familia que reclamara por él, su único legado es la casona. La gente del pueblo se mantiene alejada lo mas posible del lugar y se acerca a ella solo para tapiar sus ventanas y puertas. Con el tiempo el lugar se convirtió en una especie de atractivo turístico, es que si bien su fachada es llamativa, el interior es lo que la convierte en una joya: muebles antiguos de valor incalculable, un altar que permanece aun lustrado; y un hermoso piano que aun suena cuando se le toca.

Los pavonenses dicen presagiar cuando una tragedia esta a punto de suceder; y es que se escucha casi como un sollozo apagado una melodía, puede decirse que es el viento entre los arboles, pero quien se detiene escucharlo puede adivinar sus compases, suena como una balada triste y apagada, se dice que es una canción cantada por el propio Peláez y que tiene un encanto especial sobre los niños.

La tragedia de Pavón

Un frío día de agosto del año 1986 el pequeño pueblo de 25 Mayo fue sacudido por una desgarradora noticia, la policía local había encontrado en la vera del canal los cuerpos de 3 niñas que estaban desaparecidas desde hacia una semana. Un hecho de tal magnitud hubiese conmovido hasta la sociedad más insensibilizada, pero en un pueblo tan pequeño en el que todos se conocían, la tragedia provoco un estallido.

Se conocían de toda la vida, se habían criado juntos, ¿quién sería capaz de cometer tal atrocidad? Todas las miradas se posaron sobre José Peláez, “El chileno” como le decían, había llegado al lugar solo cinco años atrás y montó un negocio que no tardó en convertirse en el centro neurálgico de la comunidad: comida, tabaco, cancha de bochas, metegol y una pequeña heladería en la que se agolpaban los niños. Era un tipo de aspecto afable aunque algo golpeado por la vida, se sabía poco de su vida y evitaba hablar sobre ella. Era amistoso, confiado, respetuoso y muy cariñoso con los niños, sus virtudes lo habían convertido en el principal acusado, después de todo no tenia quien confirmara su ubicación al momento de la desaparición de las tres niñas; y su declaración no ayudaba mucho.

La turba enardecida rodeó la comisaria, las piedras se estrellaron contra las puertas, los únicos dos policías que custodiaban el lugar entregaron al sospechoso, a riesgo de ser presas de la muchedumbre.

Peláez estaba sucio, con la boca hinchada por los golpes recibidos, los ojos amoratados no le permitían distinguir mas que sombras, los dedos de las manos fracturados y los pies hinchados por los fierrazos. Aun moribundo tarareaba esa pegadiza canción que según el había escuchado en un sueño:

La danza de duendes y hadas
Cubierta de luz encantada
Huyendo del mundo encontraron
Su lecho de amor sumergido

Habilidoso con el piano, le bastaban solo unos tragos para improvisar sus letras con las que deleitaba por las noches a la audiencia.

El padre de una de las niñas se acercó a Peláez y con una piedra le bajó los dientes que le quedaban, él los escupió, sonrió y siguió silbando.

La muchedumbre lo arrastró hasta el frente de su propio hogar, una casa que resaltaba entre las humildes construcciones del lugar, con un enorme parquizado en el frente, coronado por dos frondosos sauces. Un niño se subió por la rama más gorda del sauce y enroscó un alambre a su alrededor, colocaron al condenado de puntas de pies y le anudaron el otro extremo en su cuello. El hombre los miraba desafiantes, hasta que la madre de una de las niñas muertas le rompió la cabeza de un ladrillazo, el cráneo se dividió cual nuez, pero seguía silbando. Cayó sobre él una lluvia de piedras y palos. Es increíble cuanto castigo puede soportar el cuerpo humano, solo al desmayarse y dejarse caer terminó por morir asfixiado.

La muchedumbre se dispersó, Peláez colgaba irreconocible, la lengua asomaba fuera de la boca y una pasta rojiza goteaba del hueco en su cráneo.

Por la mañana, cuando los policías se animaron a asomar las narices fuera de la comisaria, fueron a verificar el destino de Peláez, encontrando debajo del sauce un charco de sangre y decenas de rocas, pero sin rastros del cuerpo. Uno por uno, los que habían participado de la lapidación fueron interrogados, ninguno supo decir el destino del cuerpo.

La policía era responsable de la vida del sospechoso, debían asegurarse de que el cuerpo nunca fuera hallado, por lo que iniciaron un minucioso rastrillaje, primero por el interior de la casa, luego por las orillas del río y sus alrededores, pero no encontraron nada. Tras un mes abandonaron la búsqueda, después de todo si ellos no lograron encontrarlo nadie lo haría y eso era lo importante.

Los vecinos no tardaron en hacerse con todas las pertenencias de la despensa y el salón, pero algo los detuvo al momento de saquear la casa que era la más bella y ocultaba incontables tesoros en su interior. Dos hombres se aventuraron dentro, pero apenas cruzaron el dintel un viento helado los paralizó, a medida que se adentraban por sus pasillos podían escuchar a Peláez tarareando su melodía. El par de valientes salió corriendo del lugar y convencieron al resto de los vecinos de que nadie debía volver a ingresar. Tapiaron las ventanas, sellaron las puertas con muros de ladrillos y dejaron que la maleza cubriera el frente.

Pasaron los años y tanto Peláez como sus crímenes fueron olvidados, en parte por temor a que su evocación trajera nuevas desgracias, pero también por haber sido cómplices en una ejecución.

Cuando Peláez se inquieta, la melodía emana de cada recoveco del pueblo, se confunde con el agua que corre, con el sonido del viento y acalla todas las voces:

La luna alumbraba
El manto de hojas y ramas
El agua serena mojaba
Los pies de duendes y hadas

Su amante esperaba tendido
Sobre el manto de hojas y ramas
El agua refleja la luna
Que alumbra el lecho de amor

La danza de duendes y hadas
Cubierta de luz encantada
Huyendo del mundo encontraron
Su lecho de amor sumergido

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