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El adiós final al abuelo de la Arístides

Por Celso Jaker

Suena el último golpe de mallete y vuelvo a pensar en banalidades propias de la vida, después de una sesión enriquecedora para el espíritu y la mente. Me despido de mis colegas y salgo presuroso a capear los últimos fríos de un invierno piadoso con los taciturnos. Una chalina al cuello y las solapas levantadas intentan cobijar una tos seca y preocupante, al tiempo que dan cuenta que una vida de excesos no se compra con cupones de descuento.

Años de politiquerías, sociedades de sociedades, matrimonios fallidos y más abogados y contadores que familiares y amigos, hacen que uno vaya directo a lo seguro cuando sabe lo que quiere.  Un par de cuadras me separaban de esa inefable calle plagada de barsuchos de mala muerte y restaurants pretenciosos, que durarán lo que la vuelta impositiva le dure a los inexpertos  dueños.

Entre todos esos mocosos insolentes, se abre paso firme un bastión de la zona, el buque insignia de todos los antros, el zar de la Arístides.  Cruzo animadamente la calle y apuro ese cigarro negro con  intenciones de primerear una mesita para cuatro en ese bar de culto que le hace culto a los bares. Pocas luces, pensé sin pensar, mientras me acercaba preocupado hacia el clásico pórtico, esta vez más oscuro de lo normal.

Mi decepción se debe haber podido percibir muy a lo lejos, ya que hasta ese último cuidacoches se acercó a consolarme al ver mi estupor por la irreparable pérdida. Me mantuve inmóvil como si esa actitud estoica fuera a cambiar por segundos el amargo gusto que queda después de la mala noticia. Logro acomodar mi mandíbula y reprimo ese puchero que clamaba por salir y expresar mi eterna disconformidad por la terrible decisión. Había cerrado, para siempre…

Así, sin anestesia, sentí como una gran parte de mi pasado se quedaba sin el arcón que supo ser celoso guardián de mil historias y muchas más. Amoríos, desencantos, alegrías, encuentros, amistades y por qué no, alguna que otra trampilla, se encontraban en una mezcla mala de desazón y melancolía. Todo comenzaba a girar en mi cabeza como trago pegador en ayunas de penalista viejo que vio más cosas de las que un corazón puede soportar.

No es momento de despedidas, pienso mientras me alejo estupefacto por el baldazo de agua fría recibido. Las despedidas son para los débiles, para los que necesitan cerrar historias, para los que buscan una última redención antes del definitivo adiós. Y eso no merece un lugar tan galante y compadrón, machazo para la yunta y sensiblero para los secretos. Refugio incansable de cuentos y malandras, de proyectos y esperanzas.

El ocaso llegó, como sucede con los eximios artistas. Un balazo certero en la sien, es preferible a la humillación de la decadencia de los que supieron blandir aires engalanados de tanta gloria. El momento debía llegar, pero no tan pronto, no con tantas historias que debíamos recrear, con tantos amigos que iba a conocer, con tantos espectáculos que tenían que brillar, con tantas botellas que merecían un digno funeral.

Encuentran mis compadres, una mesa en un restó con nombre ricotero justo enfrente de nuestro destino frustrado. Busco sentarme mirando de reojo aquel lugar que supo patrocinar tantas aventuras y andanzas de popes y valientes, como si fuera un viejo amor con una nueva administración. Rechinan los dientes mientras encargo algún puchero recalentado y pido el vino más barato de la casa como queriendo vengarme de aquel lugar por haber sido el último fiel testigo de aquel definitivo adiós.

Cuna de artistas y busca vidas, inspirador de mentes preclaras y detonador de pasiones irredentas, que sazonaron a una provincia pacata y floja, sin ganas de entre semana. Musa de actores inmortales y Muzza grande para tres con porrón para los demás mortales. Nunca molestaba el humo del cigarrillo que quedaba prendido, como testigo de grandes conversaciones y primer editor de escritos perdidos en la noche de los tiempos.

Miles de Martes cualquiera, que aparentaban ser corrientes y terminaban siendo festivales de música, amigos y algo más, que al otro día dejaban pintado hasta al más plantado para la juerga. Ojos inyectados, garganta carrasposa, y pulmones irritados eran los testigos a las 8 a.m. de los días posteriores en los que una resaca amable daba cuenta de las risas y divertimentos que sabía regalarnos nuestro cuartel.

La amabilidad de los mozos vernáculos, las voces aterciopeladas de los cantantes, las risas y lágrimas que despertaban los actores, los amigotes de cantina, el precio de amigos, el cenicero en invierno, el consejo del Intendente, la caña Legui para los días difíciles, el fernet cargado para festejar con los compadres, la ginebra para el mal de amores (sic.) y los cafecitos interminables ya no tendrán asilo para poder brillar, para poder invitar, para poder acompañar.

Con estas letras gastadas y con un brindis eterno despido al abuelo de la Arístides, al más grande siempre, a mi refugio. JUAN SEBASTIÁN, SALUD!

 

 

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