Yo solo recuerdo que iban corriendo. Yo era muy joven, y de aquellos años recuerdo dos cosas: la oscuridad y el miedo.
Miedo a aquella criatura escondida en el castillo al fondo del pueblo, que de noche prendía una vela y la ponía en el borde de la ventana que había en la habitación que estaba en la torre más alta del castillo.
Recuerdo que iban corriendo. Mi madre me decía que la criatura era mala, que por las noches raptaba niños y jóvenes de mi edad, pero en sí, nadie le había visto.
Recuerdo que iban corriendo y en sus manos tenían antorchas y cuchillos. En los meses previos habían desaparecido varios caballos y la única idea fija era que los había desaparecido el monstruo. El monstruo que prendía velas al borde de la ventana de aquel castillo.
Recuerdo que algunos en sus manos tenían cuchillos y que planeaban matar a la criatura asesina, sin saber, que ese no sería el final de los acontecimientos que a los simples campesinos les preocupaba.
Porque cuando todos se fueron a matar a la criatura, el verdadero monstruo apareció. Y era quien menos se esperaban.
Recuerdo haberlos visto encolerizados, yo me acerqué a la ventana que tenía mi habitación y vi aquella procesión macabra, mi padre encabezando aquella turba iracunda cuyo única razón de existir era la de matar al monstruo de la torre.
Unos dos años antes de aquella noche, recuerdo que mi madre me contaba del monstruo. Y una vez al mes, siempre un pupitre en mi clase, y en varias más de la escuela, aparecía vacío y su ocupante no lo llenaba. Era atroz. Era atroz el no saber de quién sería el próximo pupitre vacío, era atroz el no saber si quizá el próximo sería el mío.
En los meses previos ya no eran sólo los niños, ahora eran los caballos también.
Vigilante, el zaino de mis vecinos, desapareció una noche. De él, al igual que de los otros diez caballos, no se encontró ni un rastro. Todo de noche. Y cada vez que amanecía todo el pueblo despertaba con miedo, porque sabían que algo o alguien ya no estaría más.
Nadie sabía bien cómo era el monstruo. Solo sabían que por las noches se acercaba a la ventana de la torre más alta del castillo y prendía una vela.
“¡Seguro que la prende venerando a Satán!”, Decían algunos.
“Debe prender la vela cuando vuelve de secuestrar y matar a alguien”, comentaban otros.
La realidad es que el castillo aquel solo era ocupado por su presencia, y estaba desde antes de que el pueblo se instalase en aquel año de 18…
Hasta ese momento nadie se había animado a confrontarle. Pero lo de aquella noche no se planeó como un confrontamiento, sino como un linchamiento. Y yo lo recuerdo, lo recuerdo muy bien.
Porque nadie imaginó lo que se encontrarían al llegar al castillo. Porque aquel lugar lúgubre que se veía sencillo, era por dentro un laberinto. Porque cuando forzaron los portones e ingresaron al jardín delantero se encontraron una huerta y esculturas macabras, demonios, cerberos, minotauros y faunos adornaban (y custodiaban) el lugar.
Mi padre me contó que por más que lo buscaron no lo pudieron encontrar. Porque posiblemente en el laberinto de Creta sería más fácil encontrar lo que se busca que en aquel lugar. Intentaron prender fuego todo, y no lo consiguieron, porque una voz de ultratumba los asustó, al fin y al cabo, eran todos unos simples campesinos.
Volvieron todos enfurecidos. No podía ser que aquel ser solitario hubiese podido espantar a al grupo de personas que lo querían ajusticiar.
Yo habré tenido alrededor de 15 años pero recuerdo todo como si lo hubiese vivido ayer. Porque aquella noche (y por varias noches más) la bestia volvió a secuestrar. Y la vela siguió apareciendo prendida en la ventana de la torre más alta de aquel castillo. Pero la bestia, la real, no era aquel ser cuya presencia solitaria solo estaba llena de animales mitológicos que vivía en el castillo. La bestia, era alguien que nadie hubiese imaginado. La bestia era yo.