Hace algunos años leí un libro que se llamaba “Padre Rico Padre Pobre”, en él Robert Kiyosaki, su autor, comentaba una fábula sobre cómo se había hecho rico. En realidad el tipo se hizo rico escribiendo el libro y haciéndole creer a un montón de pelotudos que su fabulosa vida era producto de su ingenio empresarial y no de las regalías de dicho libro. En fin… no es motivo de esta nota hablar sobre el patético libro, sino sobre un concepto que me resultó bastante interesante en aquella época adolescente y ahora se materializa en mi vida cotidiana: “la carrera de la rata”.
Kiyosaki hacía una analogía entre la rueda de una rata de laboratorio y su carrera infinita, sin metas ni objetivos, bajo el único precepto de avanzar y nuestra vida cotidiana, donde nos sumergimos en una rutina laboral y económica, sustentada por la comodidad y el miedo al riesgo, a costas de gastar nuestra vida trabajando. En tipo te instaba a correr riesgos, financieros y económicos, cambiándote la mentalidad de “empleado” para animarte a hacer cosas de “emprendedor”.
Años más tarde es que este concepto me parece tan interesante de analizar y filosofar, ya que tristemente la sociedad se ve sumida en esa nefasta “carrera”, como unas patéticas ratitas de laboratorio, y en esto me incluyo, obviamente.
Hoy en día buscamos tener cada vez más trabajo, ser más eficientes y productivos, generar más a mejor calidad, invirtiendo horas en ello con el objetivo de procurarnos una mejor vida… vida que casi nunca alcanzamos a disfrutar. Nos levantamos temprano por la mañana y llegamos tarde a casa, laburando duro todo el día para ganar más dinero, un dinero que no alcanza nunca para pagar los gastos en los que incurrimos y que no disfrutamos. Tenemos que comprar todo, de todo, tener todo. Así llega el fin de semana y aceleramos a fondo en los momentos de ocio, rompiéndonos la cabeza en pocas horas y terminando sábado y domingo fundidos, durmiéndonos la vida para recobrar las fuerzas necesarias del lunes laboral. Así aparecen los “after”, para salir del laburo a chupar algo cagando y poder volver a casa, los “crossfit”, para hacer 40 minutos de gimnasia al palo y poder volver a tu rutina y los “automac”, para comer algo rapidito y al paso. También las series cortitas y las historias de instagram, 5ta a fondo, vértigo total, al palo.
Metemos horas extra para tener esos miserables quince días de verano, así poder ir a estresarnos a una playa frenética, a toda velocidad, con el cuerpo al límite. Nos endeudamos en miles de cuotas para que una máquina lave los platos que visitas ausentes disfrutarán de cenas inexistentes, compramos enormes televisores para ver películas que no terminamos de mirar por el sueño, pagamos potentes equipos de música que nadie escucha, hacemos enormes piscinas que nos permiten estar unos minutos de sol en sus escaleras, invertimos en autos carísimos que nunca logramos disfrutar, porque no conviene que se pase de años o kilómetros, tenemos ropa y perfumes para un montón de salidas que nunca se concretan, se nos va la vida en mansiones enormes, exclusivas, que no toleran a los grupos de amigos, el bochinche y el desgaste rutinario de una casa inclusiva y familiar. Queremos motos ruidosas cuando ni siquiera sabemos andar en bicicleta.
A los 40 días de nacidos, nuestros papis nos mandan a una guardería, porque tienen que trabajar para darnos los mejores juguetes, la cunita más grande, la leche más cara y los pañales más absorbentes, cuando lo único que necesitamos es una teta y dos caricias. A los 3 empezamos el prejardín, para no llegar tan tarulos al jardín… claro, tenemos que saber cantar, bailar, los colores y los números, eso nos lo enseña una tablet o el celular. Luego vienen siete años de primaria, donde armamos las bases para entrar a un buen secundario, lugar en el que deberemos saber qué es lo que queremos estudiar. Pasados esos cinco años de responsabilidad, se nos vienen entre cinco o diez más de universidad, donde nos debemos preparar para lo que seremos en el futuro… ¿Y no vas a seguir especializándote? Si… durante toda la vida. Cursos, maestrías, posgrados… cuando queremos acordar, se nos fueron 30 años de vida estudiando, la tercera parte de nuestra vida. Terminado este proceso, vienen los 30 años más activos de una persona, donde, además de plantear la posibilidad de formar una familia, tenes que trabajar duro, porque hay mucho que comprar: la casa, el auto, las vacaciones. De pronto tenes 60 años y se te pasaron dos terceras partes entre estudio y laburo… ¿y para qué? Para vivir tranquilo los últimos 30 años, como un viejo choto, cansado y tiroteado. Ahí está la carrera de la rata.
Tenemos que compararles juguetes a nuestros hijos para que no noten nuestra ausencia o pagarle a una maestra o a una señora para que les den la contención y la educación que nosotros deberíamos darles y no lo hacemos porque estamos todo el día ausentes, laburando para poder pagarle a esa maestra o a esa señora o comprar aquellos juguetes. Somos como el burrito que va con la zanahoria adelante.
Nos descocemos laburando para poder pagarnos un viaje y así descansar de tanto trabajo y recobrar fuerzas… ¿para que? Pues para volver a trabajar un año más, duro y parejo. Decimos que los años pasan rápido, que nuestros hijos crecen de a kilómetros, que nuestros amigos están cada vez más grande y no señores, no reconocemos que somos nosotros los que etamos sumidos en una frenética carrera.
Esta nota no es de autoayuda, yo no voy a venir a recomendarte cómo salir de esta carrera de mierda, porque yo tampoco lo se. Acá no hay un final feliz, porque salirte de ese ritmo implica que tal vez quienes te rodean no estén de acuerdo con vos. Implica que quizás a tu pareja o hijos nos les pinte una vida desapegada de lo material y padezcan no tener esas vacaciones, aquel auto último modelo o esa Play nueva. Lo único que se que la vida no es lo que muestran las redes, como tampoco es lo que el pelotudo de Kiyosaki pretendía venderme, nos somos felices y plenos todo el tiempo, haciendo lo que nos gusta, compartiendo con la gente que amamos y viviendo vidas de cotillón y alegres. No. No estamos riendo todo el día ni satisfechos con la rutina. Y no voy a dejar un consejo a modo de cierre, una luz de esperanza, un ánimo al final de la nota porque no lo encuentro, porque no lo amerita y porque no estoy en condiciones ni con ganas de hacerlo.