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La historia de “la puta madre” de Puente del Inca

Corría el mes de agosto, habían tenido un julio intenso y aún el frío calaba los huesos. Ese martes el comisario Esquivel les informó a los de la Motorizada que tenían que ir al destacamento de Puente del Inca a traer las encomiendas y llevar las provisiones de la central. El viaje solía hacerse los jueves, pero habían pronosticado una tormenta fuerte y era mejor asegurarse de llegar un día antes y no dejar el lugar sin productos.

Los encargados eran los oficiales Saavedra, Álvarez y Recabarren. Subieron a la Toyota Hilux y partieron rumbo a Las Cuevas. El cielo estaba nublado y negro, el gélido aire vaticinaba un frío mortal. Abrigados los tres muchachos arrancaron entre cigarrillos y café.

El viaje se hacía en el mismo día. En unas tres horas estaban en el destacamento, almorzaban y a la tarde noche llegaban a la comisaría. Era de rutina y aburrido. Lo mejor de todo es que el viejo inspector Ortega los sabía esperar con suculentos guisos de invierno.

Llegando a Potrerillos los agarró una tormenta fuerte. Llovizna constante e intensa con ráfagas de viento azotaban la camioneta. El frío se colaba por los burletes de las puertas congelando la piel a la intemperie. El vaho de la respiración de los tres compañeros manaba de sus narices al exhalar. Recabarren tuvo que bajar la velocidad. Cuando arribaron a Uspallata el temporal continuaba con más violencia. Gendarmería les recomendó regresar o pasar la noche ahí, pero los tres oficiales decidieron no detenerse así poder terminar cuanto antes el encargo. Continuaron camino a Puente del Inca.

En Penitentes la cosa se puso fulera, la ruta se había congelado y no podían pasar los 20 kilómetros por hora por miedo a resbalar. Cada vez que salían de un túnel la camioneta patinaba peligrosamente por el asfalto. Llevaban más de seis horas de viaje, de no terminar en ese instante la tormenta iban a tener que pasar la noche en el destino.

A pocos kilómetros de Puente del Inca tuvieron que detenerse porque la nieve había colapsado la ruta. Se comunicaron con el destacamento y vino a buscarlos una Ford Ranger preparada para la ocasión, con cadenas en las ruedas y malacate auxiliador. Aparcaron la Toyota bajo un tinglado y partieron junto al inspector Ortega que había acudido en su ayuda. Las nubes cubrían todo el cielo y una oscuridad tenebrosa reinaba en la siesta de ese día martes.

Recabarren iba de acompañante, charlando con Ortega sobre los estragos de la tormenta. Saavedra, sentado atrás, intentaba mandarle un mensaje a su esposa para avisarle que esa noche no regresaría a casa. Álvarez miraba por la ventanilla hacia la montaña… cuando de pronto observó algo.

– Ortega frena un cachito… – dijo tocando desde el asiento de atrás el hombro del conductor, al tiempo que no corría la vista – ¿Qué mierda es eso?

– ¿Es una mina? – preguntó Recabarren fijando la vista mientras que Ortega intentaba estacionar en la banquina.

– A ver – dijo en conductor una vez detenida la camioneta – Aaaa…. Concha de la lora… es la “puta madre”.

– ¿¿¿Qué??? – respondieron los oficiales al unísono, mientras Saavedra dejaba su celular.

– “La Puta Madre” – aseguró Ortega al tiempo que la figura se esfumaba entre la nieve, confundiéndose con una bolsa que volaba libre – siempre que hay temporal aparece.

– ¿Quién es “la Puta Madre”? – Preguntó atónito Álvarez – ¡te juro que vi una mina boludo!

– “La Puta Madre” es una mujer que vaga por Puente Del Inca, un fantasma. Un espectro. Lleguemos al refugio y les cuento bien, se viene con todo esta tormenta – dijo Ortega mientras los tres oficiales no quitaban la vista de la bolsa.

Ansiosos de escuchar la historia los oficiales lo avasallaron a preguntas, por lo que la anécdota no se pudo hacer esperar. Comenzó en la cabina de la Ranger y siguió en la cocina del refugio del destacamento, mientras Ortega calentaba el guiso ante las miradas atentas de los oficiales.

En el invierno del 76 una tormenta similar golpeaba Puente del Inca, María Tressera transitaba la ruta atestada de nieve con su pequeña hija Emilia rumbo a Chile a toda velocidad. El vehículo no contaba con ninguna de las medidas de seguridad correspondientes, aparentemente María huía de su marido junto a Emilia. La mujer fue vista por última vez en Penitentes, donde el dueño de un restaurante le sugirió que pasase la noche ahí. Dicen haberla visto desbastada y sumida en un estado depresivo y nervioso. Había signos de violencia en su rostro. Haciendo caso omiso de las recomendaciones María continuó su viaje.

Cuentan que minutos más tarde por ese mismo restaurant pasó un hombre preguntando por una mujer con una niña. El hombre era siniestro y parecía borracho. Nadie le dio información y apenas salió llamaron a la policía. De ahí es que Ortega conocía la historia completa, ya que recién se incorporaba en esa seccional. Él fue quien recibió el llamado.

La tormenta era intensa y las ráfagas de viento azotaban la ruta. A la altura de la conocida “Curva de Yeso” el auto de María perdió el control, desbarrancando y estrellándose contra una roca. Lamentablemente Emilia falleció en el acto, encontraron su cuerpecito ahí mismo.

El cadáver de María apareció a catorce metros del auto, en una posición extraña, con la cabeza destrozada por una piedra. Ortega jamás pudo olvidar esos ojos abiertos de par en par… aterrados, fulminantes. Fue un hecho confuso, ya que había claros signos de violencia, pero se limitó el fallecimiento al accidente. El muchacho era muy chico y no podía opinar demasiado, pero existían varias pistas que demostraban que luego del impacto María había salido con vida del vehículo en busca de auxilio y alguien la había interceptado antes. Del siniestro esposo no se supo nada. Apareció varios días más tarde reclamando los cuerpos. Los testigos no pudieron asegurar si era o no el mismo tipo que había entrado al restaurante. El caso quedó caratulado como accidente de tránsito y no cobró más relevancia que una nota en la sección Policiales del diario Los Andes de aquella época. Quien no corrió la misma suerte fue aquel joven Ortega…

La imagen de María había quedado marcada a fuego en su mente, varias noches tuvo pesadillas con el cadáver de aquella pobre mujer. Soñaba con el accidente, con una sombra negra acechando desde lo oscuro, mirando todo… viendo cómo María resbalaba y se estrellaba, luego escapaba desesperada de aquel auto hecho añicos, buscando a su hija, desorientada y bañada en sangre. Gritando. Llorando… insultando.

La sombra se acercaba lentamente a la escena y adquiría la forma de un hombre, Ortega sudaba helado mientras aquellas pesadillas lo atormentaban una y otra vez. Muchas veces se levantaba gritando “¡María!”, para sollozar como un niño entre sudor y latidos detonantes. Pero nada podía detener el avance de ese tipo, con una enorme roca en las manos, observando cómo María intentaba alejarse, arrastrándose y culpándose por el accidente… sin dejar de gritar “la puta madre, la puta madre”, como echándose la culpa de todo, como un lamento de horror y furia, como sabiendo que le deparaba el destino. Entonces el hombre alzaba la piedra por los aires y la dejaba caer con toda su energía sobre la cabeza de María, finalizando sus insultos y sollozos con un ruido crudo, seco y desgarrador.

Cuando las pesadillas lo atacaban no lograba pegar nuevamente un ojo en toda la noche, por lo que decidía escuchar la radio o leer los diarios del día anterior hasta el amanecer. Era muy consciente de que los sueños, sueños eran… hasta aquella madrugada.

Pasadas las típicas pesadillas, sin nada que escuchar o leer, decidió abrir las ventanas del refugio y observar la noche estrellada y silenciosa, mientras se fumaba un cigarrillo. Entonces le pareció observar algo moverse entre unos arbustos. Instintivamente pegó un grito y tomó su revolver. Aquella imagen parecía viva pero inmóvil. Al salir del refugio ya no estaba más. Agudizó la vista mirando hacia donde segundos atrás le había parecido ver a una persona y nada. La noche no estaba como para rodeos, por lo que dio media vuelta y decidió entrar. En ese instante presintió que alguien lo miraba desde otro costado. Giró rápidamente y nada…

Al volver a la ventana, sugestionado y con algo de miedo, decidió cerrarla e intentar conciliar el sueño. Mientras se esforzaba en cerrar la antigua persiana americana le pareció escuchar algo. Volvió a fijar los ojos donde antes había visto la sombra y el sonido se hizo más claro, cada vez más claro. Aquel aparente y tenebroso silbido de viento fue transformándose en un gemido, luego en un lamento, para terminar con un grito claro y espeluznante que decía “¡la puta madre!”… aquella misma frase que le escuchaba a María sollozar en sus pesadillas, aquel lamento.

Salió nuevamente corriendo hacia afuera. Apenas abrió la puerta, a escasos metros de la casa, iluminada por la penumbra de un foco solitario, estaba María… bañada en sangre. Con aquellos ojos lastimosos y desesperados, desgarrando su garganta mientras gritaba “¡la puta maaadreeeee!” con una voz gutural y agria. Ortega no supo que hacer, nuevamente su condición de policía lo llevó a actuar de manera inconsciente y gritó “¡arriba las manos!” mientras la imagen se desaparecía un las sombras.

Aquella fue la primera de cientos de apariciones. Ortega pasó por todos los estados, el miedo, la desesperación, la búsqueda de ayuda espiritual, la búsqueda de justicia, las ganas de irse, el horror, el entendimiento y la resignación. Era un hombre de los de antes y a los hombres de antes no le ganaban las apariciones.

El caso jamás se aclaró, pero Ortega siempre supo que lo de María había sido un asesinato, causado por su esposo, pero de no ser asesinada por él, tarde o temprano no se habría podido perdonar la muerte de la pequeña Emilia. Quizás su destino era ser una víctima y no una suicida.

Mucha gente se detenía en el destacamento para denunciar haber visto a una mujer caminando sola por la banquina de la ruta o desde las montañas, otros sentían el lamento. Ortega acumulaba estas denuncias en una caja, la cual ya estaba repleta de hojas.

El temporal era atroz y la nieve había cubierto toda la ruta, no había vehículo capaz de emprender el camino de regreso. Aquella noche ninguno de los tres oficiales pudo pegar un ojo. La habitación de huéspedes del refugio era fría y oscura, un chiflido ingresaba por debajo de la puerta emitiendo sonidos lúgubres. A los tres les parecía oír el lamento de “La Puta Madre”.

Por la madrugada el silbido se transformó en susurro, el susurro en gemido y los gemidos en palabras… claramente se podían escuchar los sollozos de María. Los oficiales encendieron las luces aterrados y decidieron acercarse hasta la habitación de Ortega, para preguntarle qué hacer en esos casos. El miedo los tenía paralizados, como tres niños. El inspector no estaba en su dormitorio, sino que se había quedado leyendo la correspondencia que venía desde la ciudad en su despacho. Se dieron cuenta porque observaron las luces del destacamento encendidas.

Al entrar, un largo pasillo separaba la puerta de la oficina principal, donde estaba Ortega. Los tres ingresaron alertando su llegada, por miedo a encontrar desprevenido al hombre. Fue instantánea la mirada dirigida por los oficiales hacia la habitación que hacía las veces de calabozo, justo al lado de la oficina principal.

Ahí estaba, entre sombras, con el pelo desordenado y sobre la cara, vestida con harapos, una mujer… sollozando, llorisqueando a oscuras, insultando su suerte. Ahí estaba “La Puta Madre”, un fantasma errante en aquel inhóspito pasaje invernal.

El inspector levantó la vista y los llamó, diciéndole que no hagan nada, que no la miren que se acerquen sin hablarle, que sola se desaparecería. Temblando los tres muchachos llegaron hasta su oficina. Pasaron la noche ahí, aterrados, ayudando a desempacar encomiendas.

Ortega se estaba por jubilar, desde aquella noche no volvió a soñar ni ver nuevamente a “La Puta Madre” en ninguna parte… en cambio a Álvarez, todo le cerró cuando recibió aquel telegrama donde le informaban que a partir de principio del año entrante se debía trasladar a Puente del Inca, como inspector encargado de esa seccional. Por eso, supuso, eran las pesadillas que desde aquel día no paraban de hostigarlo. Por eso era esa sombra que vagaba en sus sueños… esperándolo, esperando que alguien, alguna vez, descubra la verdad y le permita descansar en paz, mientras insultaba y se lamentaba de su desgracia.

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