Me maravillo sobremanera de los prodigios que, de entre el caos del mundo, como el ave fénix, de las cenizas resurgen, o surgen. Dejad que os describa la tenebrosa escena que acurrucado del miedo me tiene, pero tan asombrado me deja:
Las puertas de la iglesia ya están abiertas para recibir al muerto. De par en par destapadas, descubren un gran agujero negro que todo lo absorbe, un infinito monstruo hambriento que, como pichón famélico, abre su pico para recibir tantos insectos triturados como su madre, un águila inconmovible, cruel y despiadada, cace y castigue para alimentar el cementerio estomacal de su insaciable y voraz creación.
Por el camino polvoriento y árido se escuchan los funestes tambores de unos pies descalzos, arenosos y agrietados que a cada tembloroso paso que toman acercan el sarcófago que soportan, un poco más próximo a la ambiciosa iglesia. Los inconsolables lloros de los dolientes que tras el féretro erran disuelven las blancas nubes y atraen los negros cúmulos que amenazan con caer para embarrar el camino y hacerlo más dificultoso y triste.
Un relámpago se dibuja en el cielo y un trueno le sucede. Por los deshojados árboles que al camino acompañan se escucha el batir de unos asustadizos cuervos que entre aleteo y aleteo se escapan medrosos de la apocalíptica escena para buscar otra de más placentera dicha y menos agoniosa infelicidad.
Se cruzan por la vía ciertos desconocidos transeúntes que, viendo el ataúd venir, se santifican; tornándose agrios acompañan el amargo sentimiento de los afligidos en pena. “Un día por el foráneo y otro día por mí. No perdona el águila y a todos caza”, piensan en infaustas razones, pero dicen en alto, “con Dios, señores, con Dios” y por las lejanías de la calzada se los traga una espesa niebla creciente.
Ya se les avecina la iglesia, y de dentro, se escucha el dulce sonido de un órgano que canta para recibir a los difuntos con los que el mal animal a la iglesia ceba. Las agudas voces de unos inocentes monaguillos se enredan en harmonías y junto a los suaves y respetuosos sonidos del órgano entonan el Jesus Bleibet Maine Freude de Bach, en cuya letra ya nadie quiere confiar, pues el águila manda.
Se adentra la urna a la iglesia y a la vista de todas las afectadas jeremías que en los bancos de madera aguardaban la ceremonia, colocan la caja que el tan querido cadáver esconde. Se sientan los errantes, atienden los invitados, se callan los monaguillos y cesa el órgano; solo la lluvia que afuera jarrea se deja notar y alguna que otra inevitable compungida tos.
Aparece el cura que, a paso fúnebre, se pasea condolido y pesaroso y mirando al Jesús colgado, se hace una cruz. “¡In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti!” Clama a rota voz y, tornando su atribulado y arrugado semblante clerical a los disgustados, como canto que a los oídos derrite en espiritualidades, declara un réquiem tal que así:
“¡Muere, muere nuestro bien más preciado! ¡Fenece, fenece nuestra creación más querida! ¡Parte, parte el aliento de la máquina que nos da honra y felicidad! Nuestra sociedad.
Crece, crece la mezquina codicia de ese demoniaco ave que, a los hombres, como orgullo y egoísmo se da a conocer. Se ensancha, se dilata la boca de esta iglesia, que a tantas exánimes organizaciones estatales no da basto a enterrar.
Alimenta la malvada águila a esta iglesia de la finada carroña que los hombres crean con la desnutrición de sus mentes. El gobierno mortal es inútil, porque no mira por los ciudadanos y los ciudadanos no miran por el gobierno, se han vuelto anárquicos. La caridad ya no existe, pues se ha vuelto glotonería. Las universidades yacen vacías, pues el hombre sigue sus propias ciencias y filosofías. Las vidas quedan solitarias, pues los hombres ya no creen en los demás, solo creen en sí mismos.
¡Otro muerto más, otro bien menos! ¡Dure, dure la vida de la sociedad cuanto más, que, quizás, venga un salvador político que de esta, nuestra muerte, nos salve! ¡Dure, dure la esperanza que, en este mundo, nos mantiene aún cuerdos y existentes! ¡Duren, duren nuestras fuerzas para que, al menos, más muertos alleguemos a la iglesia y digno entierro tengan! ¡Duren, duren nuestras fuerzas, para que con la fe que nos queda, sigamos combatiendo la decadencia y próxima muerte de la sociedad!”
De estos prodigios me maravillo, queridos ciudadanos del mundo, y diréis, ¿Cuáles prodigios entre tanta muerte social? Yo os digo, los prodigios de que aún en tiempos revueltos haya funerales de esperanza y no se tiren los cuerpos al olvido, es decir, de que aún queda organización, optimismo, luchadores, soñadores y felicidad. Me maravillo de ese organizado refugio musical que el hombre, aún en estos tiempos de decadencia, es capaz de mantener vivo. Tenga el hombre las dichas fuerzas y esperanzas que tanta falta hacen para soportar los muros del mencionado refugio que llamamos sociedad organizada.
¡Ay! Amén, amén, amenes a esto.