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No quiero envejecer

Nacer, crecer, reproducirse y morir.
Algunos no alcanzan a crecer.
Otros no quieren reproducirse.
La muerte es inapelable.
Pero yo… Yo no quiero envejecer.

Hace un par de semanas, las redes sociales se habían llenado de fotos de ancianos gracias a una aplicación con filtros faciales. Algunos se enorgullecían de destilar belleza a pesar de las arrugas y el cabello blanco. Otros se reían de sí mismos porque se parecían a sus abuelos. Los menos no participaron, porque el filtro les devolvió una imagen que no les agradó o no había diferencia con la del espejo. Sí, algunos se desayunaron con que la vejez estaba golpeando la puerta.

Pensé que podía ser una esperanza, una gloriosa apertura de telón al acto final de una obra que ya tuvo sus momentos de clímax y deseábamos ese afiche anunciando el final de una magnífica trilogía. Una imagen, una sola imagen que nos dijera que todo va a estar bien.

Vivimos más, quizás también mejor. ¿Qué le suman esos años a la vida? ¿Es algo de lo cuál disfrutar o es una extensión de la agonía más perversa?

La batalla contra el paso del tiempo y sus huellas depredadoras es el insomnio de la ciencia. Sabemos que el tiempo no se detiene, que las manecillas del reloj giran y giran como la luna alrededor de la tierra. Precisa, exacta, puntual, ingobernable.

Hemos visto lo que viene con los años. Algunas cosas no molestan, otras se soportan, pero hay algo que me atormenta: el pulso interior.

No sentimos igual conforme los números de los almanaques van cambiando. El ímpetu va mutando de asientos en la montaña rusa. Me aterra la posibilidad de no subirme más, no porque no quiera sino porque no puedo, porque no lo deseo, porque no tengo ganas y me parece una estupidez. No quiero que llegue ese momento, prefiero la caída libre de espaldas.

Tengo miedo a que el paso de los años me arrugue el alma sin que alcance a ponerle una crema antiage. Me perturba la posibilidad de noches en las que ya ni sienta soledad. Me abruma pensar en que nada me conmueva hasta lubricarme los adentros más oscuros.

Quiero reírme borracha cada vez que tenga ganas. Quiero un novio distinto cada año, con las mismas ganas que yo de seguir inventando desafíos. Quiero dormirme a las 2 y levantarme a las 6 sin dolores en la espalda, salvo que sean mordidas. Quiero andar el día entero de tacos y los fines de semana en zapatillas. Quiero picnics los días de la primavera, asado en el río los jueves y desgarrar las costillas con mis dientes, los míos. Quiero vivir sin pastillas para el dolor, para la hipertensión, para la diabetes tipo 2, para la osteoporosis, para la tiroides, para dormir, para levantarme, para no llorar. Quiero vivir libre, así como hoy… Siempre.

Sí, tengo miedo, pero no a envejecer. Es miedo a que se me desvanezca la posibilidad de darme cuenta que es el final, quedarme varada en el segundo acto hasta la espera de ese momento cumbre, amotinada, aferrada a lo que no llega, o llegó y fue una escena olvidable que hubiese sido mejor reescribir, si se pudiera. Miedo a la victoria despechada de la decadencia.

Lo peor… Lo peor es que no está tan lejos. Le vamos poniendo topes a los años, rótulos a las generaciones, nombres a los ciclos, vicios a las horas desesperadas. Devoramos el tiempo y después lo vomitamos en la bulímica idiotez de quedarnos con las sobras de segundos putrefactos.

Escribimos cientos de decálogos sobre la fascinante búsqueda de sabiduría iluminada, pero nadie dice que aún iluminados, olemos a piel seca al lado de las velas.

Nos manejamos con hidalguía, pensando que la mitad de la vida es lejana y que después… después no cambiará nada. Vamos disimulando ojeras y arrugas, llenamos el botiquín de fórmulas colaginosas, ocultamos las canas, tomamos pastillas, disfrazamos con lentes topísimos a la puta presbicia que no deja enfocar, le ponemos corsés a la postura, push-up a los senos y tatuajes a las marcas. Es una ficción. No hay nada bello en la vejez, sólo párpados caídos, la triste gentileza de la naturaleza para que no veamos bien lo que es mejor no ver.

Lo peor… Lo peor es que me miro desnuda en el espejo y todavía me deseo, y no sé por qué estoy pensando en esto, pero temo que lo que tengo se vaya y no regrese ni el recuerdo.

La juventud es cruel, macabra, y avarienta. La belleza es escurridiza. La plenitud parece una tabla en altamar que se bambolea entre las olas a la luz de los pocos faros que aún quedan.

Casi todo está igual, pero no es real. El espejo no es real. A mí me duelen las muñecas que todavía no me tiemblan, me duele la memoria que no se resetea, me angustia la escalera hacia abajo y la baranda que evado, ejercitando el equilibrio bajando a tientas con los ojos cerrados. Quizás también con la esperanza de que el día en que ya no pueda sostenerme sola, de un solo paso, sin tiempo para pensarlo… el pie resbale.

Quedaría entonces mi cuerpo descalabrado, inmóvil y liberado al fin de los hilos del tiempo. Llorarían mis deudos lo que ellos piensan que me hubiera hecho feliz con los años. Tendría, eso sí, un sepelio lleno. Y todas esas caras tersas llegarían hasta el ataúd a cerciorarse de que soy yo, a preguntarse por qué no me morí de vieja, a lamentarse de tener a alguien menos a quien contar entre sus compañeros de odisea en el camino hacia la devastación y el ocaso, la enfermedad y la vigilia conectada a un aparato.

No quiero eso. No quiero depender de nadie. No quiero sujetarme a cables. No quiero lástima ni desprecio. No quiero que me den el asiento. No quiero llorar al salir de un consultorio con un diagnóstico inesperado. No quiero ser heroína, ni santa, ni vieja.

Quiero ser siempre hermosa y, si es verdad que después de la muerte el espíritu llega a un lugar de reencuentros con los que me precedieron y esperaré la llegada de los que aún luchan contra el tiempo, quiero llegar ahí sin arrugas en el alma, sin descanso de sufrimientos, sin rencores y oliendo a victoria anticipada, cogiéndome a la muerte y su desgracia.

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