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Perfecta ciudad

Y una bella mañana de agosto, apareciste majestuosa e imponente ciudad de encantos, de amores, de poesía y de glamour. Mis jóvenes años no podían dar fe que estaba en cuerpo presente, pisando tu suelo. Oh! París… Sos la ciudad perfecta. Todo cambió en mí a partir de nuestro encuentro.

Después de un primer vistazo, caí en la cuenta de que ella es sin dudas, la capital moderna más bella de Europa. El flamante aspecto que luce después de poco más de un siglo, es gracias a Napoleón III, que logró imprimir con encanto los antecedentes de su fisonomía actual. Pasando por los más variados hechos históricos, la ciudad luz recibió, durante la presidencia de Mitterrand, un renovado impulso en su urbanismo e infraestructura. El reordenamiento territorial de los fines de la década del 80 y los comienzos de los 90 marcaron la renovación de sus principales monumentos (Musée du Louvre) y erigieron, en paralelo al emblemático Arche du Triomphe por la no menos reconocida avenida de Champs Elysées, a aquel que representaría el poderío económico que detenta el país galo en todo el continente y el mundo: el Grande Arche de la Défense.

Me escabullí entre sus entrañas y recalé en lo más visceral de su existencia… Sus pequeñas callejuelas me condujeron siempre al borde del río Sena y a redescubrir desde todos sus ángulos a la île Saint-Louis y la île de la Cité. Las campanas sonaron con fuerza marcando el arribo de una nueva hora y a lo lejos vi erigirse a la imponente catedral de Notre-Dame; uno de los más grandes símbolos católicos que aún sobrevive en esas tierras devenidas laicas.

Los sorprendentes cuentos de hadas comenzaron a tomar vida mientras más me perdía. El mapa que obtuve en el centro de información turística ya no tenía sentido y yacía derrotado y doblado dentro de mi mochila. Parques, plazas, música, flores, aromas diferentes convergían y se entremezclaban dando origen a otras fragancias, de nuevos y de viejos tiempos. Personas que caminaban y que hablaban en distintas lenguas, pasaban a mi lado, al alcance de la mano… Observaban, gesticulaban, se asombraban, se detenían… Todo era maravillosamente admirable. Cada rincón parecía tomar vida propia, tener otro color, otra razón de ser en París.
La vista del viajero pretende encontrarla a ella, la que le da sentido a la ciudad, a la que millones de personas por día desean cortejar y enamorar… Ni una palabra, ni un suspiro siquiera pude pronunciar estando a los pies de la Dama vestida en Hierro. Construida para una exposición del siglo XIX la Tour Eiffel es sin lugar a dudas el monumento más popular y reconocido del mundo. Tanto francés como extranjero, podremos odiarla desde las profundidades del ser o amarla hasta la locura… Ella genera todo tipo pasiones pero jamás, jamás podremos serle indiferentes.

El glamour de las avenidas plagadas de reconocidas marcas y nombres de brillantes diseñadores, se entremezclaban con un paisaje particular de grandes palacios (Luxemburgo, Louvre, Chaillot) teatros, óperas y pequeños bares que amparaban a futuros grandes personajes que convergen en ciertos puntos para intercambiar gustos culturales. Bien sabido es el legado artístico que ha cobijado por siglos… Solo me bastó con dar una vuelta por los populares barrios de Montmartre y Montparnasse para darle vida a los escritos de Hemingway, encontrar a la musa de Picasso o frecuentar los bistrós al que era asiduo Toulouse-Lautrec. Evocados por músicos de la talla de Charles Aznavour (“La Bohème” – 1966) o simplemente bañados de acordes del bandoneón argentino de Barbieri y de las palabras de Cadícamo
(“Anclao en París” – 1933) la nostalgia nos cuenta lo que un día fueron esos barrios y todo lo que nos dejaron de herencia, no solamente a Francia y a Europa, sino también al planeta y todas sus generaciones.

Podría pasar horas, días, semanas, meses sentada frente al Sena, en los jardines de Trocadéro, indagando el pasado en Les Invalides o protegida por la mirada de Sacré Coeur contemplando París. Cada vez que su trazado urbano me invita a la aventura, me vuelvo más enamorada, extasiada y no puedo despedirme de ella… Ya no quiero dejarme partir… Quiero que me arrulle su brisa de otoño, que me embriague su aroma primaveral; quiero dejar los soles de julio arder en su vientre de cemento y hierro y permanecer envuelta en el letargo infinito y frío de su mágica belleza.

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