En un pueblo donde desinflarle la bicicleta al Padre Vicente, robarle mandarinas y quinotos del negocio a Doña Elvira, o faltar al colegio para jugar al billar en lo de los López, era la diversión por aquel entonces, hablar de poderes mágicos, de gitanas adivinas de números de lotería, y de los pechos sanadores de Juanita Maldonado, cambiaban el rumbo de cualquiera de los días para los que habitábamos Rodeo del Medio, indefectiblemente.
Con Carrizo, que en paz descanse, compartíamos el quinto grado por tercera y segunda vez respectivamente, y como durante tantas mañanas nos sentábamos en el recreo a divagar sobre lo que ocurría en el pueblo por entonces. Jamás faltaban las tortitas calientes, con chicharrones del tamaño de una uña, que hacía su vieja. Eran el placer materializado.
Aquella mañana, Ernestito Carrizo venía con las nuevas de que un grupo de muchachos de la zona, lo habían andado buscando para completar una especie de historia, o algo por el estilo. Durante la época de mi infancia, a diferencia de lo que observamos en la actualidad, todo lo que acontecía se transmitía con el boca a boca como principal medio de comunicación, y no había más redes sociales que las que se tejían en los chismes de las señoras en el mercadito del pueblo.
El boca a boca, como todo teléfono, tiene un punto de inflexión donde se descompone la noticia y, por lo general, también quien la escucha. Ante la necesidad surgen las respuestas, y los servicios de estos hombres eran una garantía para los que buscaban la verdad a cuesta de lo que fuera.
Los Constructores de Anécdotas ofrecían su cuerpo y vida a la causa de los que querían comprobar qué tan cierto era ¨eso¨ que les habían dicho. Eran bastante reacios con la falta de cuidados, cuando alguien les comentaba tal o cual cosa, no te dejaban avanzar demasiado en la historia, que ahí nomás decían: ¨Dame nombres, sino no me cuentes¨. Ni que hablar de esas fallas involuntarias en cuanto a la cantidad o la calidad de lo que sirve para adornar los relatos. ¡Uff…! Se enfermaban en ira. ¨¿Me dijiste dos o tres cuadras a la derecha?¨, ¨¿Le pediste un goteado mediano o un cortado chico?¨, ¨¿Primero le dijiste que la amabas o mientras lo hacían, se lo dijiste?¨ Mi Dios…
Como se imaginarán, para los Cuentistas de Historias de Rodeo estos tipos eran sencillamente insoportables. A los Cuentistas, la carencia en sus necesidades básicas, les había enseñado que en la vida descreer es una opción para los que adolecen de fantasías y pueden elegir. Porque para ser soñadores, como lo eran ellos, el principal motor es pensar que todo en la vida podía pasar. Ellos creían siempre, después veían.
Los Cuentistas de Historias se daban festines contando en las esquinas del barrio o a la salida de la municipalidad las historias que les habían dicho, las que se enteraban, o las que se inventaban, no importaba. Las versiones renacían en cada relato y los finales se determinaban según el semblante de quien la escuchaba. ¡Uh!, eso los volvía locos. Ese era su arte: Narrar.
Por el contrario, los Constructores de Anécdotas, se empeñaban en buscar la veracidad de tales dichos, las coincidencias con los lugares geográficos, el clima, y cuanta patraña encontraran a su alcance para tirar por la borda esa aventura, que ya por su naturaleza estaban flojas de papeles.
Los desconfiados éstos, se hacían pasar por curiosos, que nunca faltan, y los escuchaban por horas, preguntando y repreguntando. Los dejaban crecer en sus ilusiones hasta donde les diera el humo del cuero, con el solo motivo de mirarlos al finalizar y decirles: ¨Mmm…, no te creo. No, no te creo un jopo, che.¨
A veces se ensañaban, si.
Al parecer lo andaban buscando a Carrizo, para que atestiguara encubiertamente sobre algunos hechos que lo harían puesto como partícipe. Se decía que Carrizo tenía el coeficiente intelectual de Albert Einstein, incluso que era mayor. Que, por ejemplo, Carrizo había sentido culpa de decirles a sus papás con apenas cinco meses que los apreciaba mucho, o que le pusieran mas sal a la papilla porque era un espanto. Los Cuentistas aseveraban que Carrizo se hacía pasar por un chico ¨normal¨ para evitar el rechazo, pero mucho más para complacer a los compañeritos con dificultades que lo rodeaban, para que no se sintiesen menos.
Según le dijeron a Carrizo, los Cuentistas le habían dicho a uno de ellos, que él llevaba la economía de su casa, y no la madre, como le habrían hecho creer a su papá. Los pergaminos de ahorros en ofertas, no eran obra de Adela, sino de Ernestito.
Una cosa de locos.
Los Constructores de Anécdotas ardían en llamas, como podrán imaginarse. En varios casos sus hijos eran amigos de Ernestito, así que lo indagaban cuando Carrizo iba a preguntar por Fulanito sobre las tareas, o cuando los veían correteando con Menganito por el patio, todo servía para despejar dudas. ¨Les preparo la leche, chicos, y de paso me explicas, Ernesto, sobre los temores que llevaron a Avellaneda a llevar adelante la Campaña del Desierto, ¿les parece?¨, le dijo la mamá de uno de los chicos del barrio. Un papelón.
Lo emboscaban en distintos lugares, al cruzar la calle, al comprar el pan, o mientras jugábamos a la pelota con los Jóvenes Ávidos, siempre aparecía alguno con preguntas rápidas.
¨Dos consultas, nene: para ir al departamento de Maipú, cuál tengo que agarrar… y la otra, a qué es igual el cuadrado de la hipotenusa…¨, le supieron decir mientras caminaba por la calle, desde un Chevrolet Impala.
Los rumores de un pibito así en el pueblo me habían llegado desde los pasillos, incluso el Geroncio la había contado en una tertulia con algunos Cuentistas de la que doy fe; pero como siempre exageraba, bueno… exageraba como los Cuentistas, no le di mayor importancia.
A medida que su relato avanzaba, la espina en mi garganta por preguntarle, se hacía una rama de ombú.
–Carrizo… –lo interrumpí–. ¿Vos repetiste el quinto grado porque te enteraste que yo repetía? Decime la verdad verdadera, por favor –le pregunté mirándolo de frente–. Hablame de hombre a hombre.
El año anterior había sido muy duro para mí. A principios nos cambiamos de casa a una más lejos y ya no veía tanto a los Jóvenes Ávidos. En agosto falleció mi abuelo, y para colmo tuve un hermanito rubio y de ojos azules, todo había sido muy duro. Por lo que las ganas de estudiar se me habían ido al demonio, claro está.
El tema es que Carrizo, siempre me explicaba de la asignatura que fuera. El tipo tenía respuestas para todo: conjuntos, palabras esdrújulas, el nombre del que hizo el arca para los animales, las máximas de San Martín, todo, todo, de lo que le preguntase, él tenía letra.
Pero de golpe y porrazo, se vino a pique. Empezó a desaprobar, que sincolas, que contestar mal a la maestra, no sé. Era raro.
La campana sonó, y la maestra nos llamó dos veces. Ernestito me miró, sonrió, y me abrazo mientras caminábamos para el curso.
–Gracias por pensar que puedo ser un super dotado –rió otra vez–, pero no, Rubén. Igualmente… un año más, un año menos… ¿Qué apuro tiene la gente por aprender todo tan rápido? Si para saber, si o si hay que esperar.
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