/El regreso de los dioses (2da parte)

El regreso de los dioses (2da parte)


 

 

En el espacio, nadie puede oír tus gritos
“Alien: El octavo pasajero”

Siempre hubo indicios de que, durante la Historia de la Humanidad, recibimos la visita de seres del espacio, de otros mundos.

Las Pirámides repartidas por todo el orbe, la Meseta de Nazca y sus dibujos monumentales, los cráneos de Paracas, Stonehenge, el astronauta de Palenque, los crop circles…

Hay infinidad de ejemplos más que nos hablan de esta situación, de las huellas dejadas por los que nuestros antepasados creían dioses.

Los dioses volvieron, no para dar redención, ni sabiduría; volvieron por nosotros.

La criatura me miró, creo que con curiosidad, no pude discernirlo, por más que intenté adivinar en sus ojos azules y gigantes.

Me puse de rodillas frente a él y comencé a lloriquear, balbuceando le pedí piedad. Entonces, en un acto de aterrada obsecuencia, le besé sus pies. Me quedé ahí, genuflexo, tiritando del miedo y con el llanto ahogándome.

El extraterrestre me tomó con brutalidad de mis cabellos y me levantó; me miró fijamente a escasa distancia. Podía sentir su respiración apagada por la mascarilla que usaba, creo yo, para respirar.

Entonces me arrojó y fui a dar unos metros más allá,

Algo suavizó mi caída. Eran sangre y despojos humanos de la gente que explotó por el haz verde. Me quedé tirado, gimoteando a pleno pulmón, aterrorizado, literalmente orinándome en los pantalones. Sentía mi muerte cercana y era capaz de todo para poder evitarlo; la imagen del niño con su cabeza aplastada por la mano de una de esas criaturas seguía viva en mis pupilas.

El alienígena no dejó de observarme mientras yo desplegaba todo mi acto dramático. Por un intercomunicador en su muñeca habló en un lenguaje gutural, ininteligible y seco; le respondió una voz rasposa por la estática. Entonces me tomó por los hombros y me hizo seguirlo.

Caminamos un par de kilómetros, mis pies estaban cada vez más lastimados y daba por seguro que mi cuerpo desprendía un hedor insoportable -por el vómito, el orín, la sangre y restos humanos ajenos. Era evidente que, por el momento, no me iba a matar. Me llevaba a algún lado, no sé con qué intenciones.

A medida que avanzábamos veía la destrucción: todas las construcciones estaban derrumbadas, por doquier habían cadáveres de personas y animales.

La gran nave de color gris mercurio aún zumbaba sobre nuestras cabezas, pude notar que de ella salían y entraban naves más pequeñas, en un flujo constante.

Llegamos a lo que parecía un puesto de avanzada de los invasores – un domo metálico, del mismo tono de la nave nodriza – Al entrar pude ver que en una parte había una especie de receptáculo con prisioneros. Eran pocos, no más de una veintena. Estaban sentados en el suelo con la mirada hundida en su desesperación estática y estatuaria. Resignados por las circunstancias no proferían palabra, ni siquiera un gesto. Era como si el pavor los hubiese dejado sin vitalidad.

Intenté comunicarme con mis compañeros de infortunio, pero todos estaban en un estado de shock que los sumían en un mutismo aterrado.

Me senté también en el piso, cerca de las rejas que oficiaban de puertas.

Comencé a observar lo que ocurría fuera del lugar en donde estábamos.

No sé en qué momento me encontré en un lugar diferente, una planicie inconmensurable, el piso era de un tono violeta y sobre mi cabeza habían dos soles verdes del mismo tamaño, unas nubes rojas surcaban el cielo amarillo hasta el horizonte. Me sentí embelesado por la imagen.

Entonces desperté, estaba en la misma realidad de prisionero con un destino incierto.

Los invasores se movían diligentemente entre unos bártulos inidentificables; algunos estaban instalando lo que parecía ser un complejo sistema informático.

Algo llamó mi atención: no todos los seres eran de la misma raza, los sojuzgadores eran mayoría. Aparte de eso había otras especies, evidentemente esclavizadas. Algunos eran pequeños seres grises de un medio metro de alto y complexión esmirriada; habían otros un poco más altos con la piel amarillenta y una cara con ojos rasgados y una boca mínima.,

Ambas razas se desempeñaban en tareas físicas, levantando bultos, arrastrando lo que parecían ser armas y cosas por el estilo. Totalmente sumisos le tenían terror a los colonizadores.

Me tocó observar un hecho que era el paradigma del accionar de los conquistadores: uno de los de cuerpo pequeño y tonalidad gris dejó caer accidentalmente una caja cuyo contenido se desparramó por el piso. Uno de los invasores se le acercó y lo golpeó en la cara. El puñetazo fue tan brutal que se escuchó cómo se rompían los huesos del rostro al otro, quien cayó muerto al piso.

Los quehaceres bajo el domo siguieron cómo si nada hubiese pasado.

Pasaron un par de días, nos nos dieron de comer ni de beber; aun al borde de la inanición mi cerebro planeaba la forma de sacar el mejor partido de la situación, pero no encontraba la forma.

La actividad dentro del recinto fue menguando. Nos llevaron botellas con agua y algunas latas de conservas. Los que pudimos nos levantamos y atacamos la comida y la bebida como animales; algunos no lo hicieron, yacían inertes. Los que sobrevivimos no tuvimos tiempo de compadecernos.

Uno de los conquistadores abrió la puerta de nuestra prisión, nosotros, los capturados, sin esperar una orden salimos de ella, débiles, obedientes, cadáveres en vida. En fila caminamos como ánimas en la niebla, perdidos en el sopor del hambre, la sed y los hechos pasados.

Caminamos hasta una nave del mismo tono gris mercurio. Ésta tendría unos cien metros de largo y unos tres pisos de altura, subimos a su interior por una rampa y fuimos alojados en un cubículo. Se sintió una vibración cuando la nave despegó.

Conjeturé que iríamos hacia la nave nodriza, comenzaron a atormentarme ataques de pánico silenciosos pero efectivos; la seguridad de mi muerte cercana atenazaba mis sentimientos y me hundía en un llanto entrecortado.

Otra vez nos volvieron a traer comida y agua. Al hacerlo uno de nuestros apresadores me tomó de los hombros y bruscamente me obligó a seguirlo. Caminamos por un pasillo estrecho durante un par de minutos, en el interín pasamos delante de un ojo de buey y me detuve a observar hacia afuera. Durante un instante electrizante tuve la visión de qué había pasado: vi a la Tierra en toda su dimensión, pero no con sus colores consabidos (verde y azul) en cambio, toda la extensión del planeta, era de un tono marrón.

La habían saqueado, consumiendo todos los recursos habidos y por haber.

Eran depredadores intergalácticos.

La imagen de la Tierra asolada, sin un retorno a ser lo que era, saturó todas mis emociones, las llevaron a un punto cero.

Sólo grité hasta caer desmayado.

Continuará…