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El mundo de la felicidad

Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos.
Eduardo Galeano

I

Ur Al viajó por el espacio por eones, visitó cientos y cientos de planetas en busca de alguno que tuviera las mismas características que el suyo,  para que su especie pudiese prosperar. Los congéneres de Ur Al colapsaron el planeta, la contaminación y la sobrepoblación llevaron a los gobiernos a buscar un nuevo hogar. Era necesario un éxodo espacial.

Varios colonizadores fueron enviados, a diferentes puntos del universo, con la misión de encontrar un nuevo hogar. Ur Al era uno de ellos, tuvo que abandonar a su familia, a sus amigos y a su amado mar verde con las tres lunas eternas sobre el horizonte.

Anduvo al garete por el espacio durante mucho tiempo, demasiado. Hasta que un día un planeta azul, con más agua que tierra se apareció en su camino. No era un sitio idóneo, pero Ur Al estaba tan agobiado por el encierro que decidió que era un buen lugar para bajar. Necesitaba estirar sus cuatro piernas y que sus tres pares de ojos vieran algo que no fuesen los controles de la nave.

Descendió en lo que parecía ser una planicie eterna, pero estaba tranquilo, no parecía haber entes hostiles por el lugar. Entonces cometió un grave error, salió de la seguridad de su nave sin la protección necesaria, no vio al puma agazapado entre unas hierbas altas y el animal lo atacó.

Hincó sus dientes en la garganta del desprevenido Ur Al, quien murió entre estertores pensando en su familia, sus amigos y en su amado mar verde con las tres lunas eternas sobre el horizonte.

El gran felino no encontró placer en la carne del extraterrestre y abandonó al cadáver en la desolación del paisaje. Pronto la naturaleza hizo lo suyo, el cuerpo de Ur Al se convirtió en osamenta y sus restos fueron cubiertos por la vegetación. No quedó rastros de él.

II

Alejandro Pérez estaba colapsando, la plata no alcanzaba, las deudas lo acuciaban, su trabajo no le satisfacía. Un cúmulo de sensaciones negativas lo sumían en pensamientos negros que le hablaban de suicidio, de fugarse y abandonar sus responsabilidades.

Tuvo una mañana atroz en la que caminó por todo el centro de la ciudad de Mendoza, tratando de encontrar a algún cliente nuevo para venderle un seguro. Se pasó la siesta rumiando odio sentado en un banco de la plaza Italia. No tenía esperanza alguna para la tarde, conjeturó que sería tan nefasta como lo era su vida. Miró sus zapatos gastados, viejos y pasados de moda, su corbata, su camisa celeste y su traje marrón, los mismos de todos los días. Se aborrecía a sí mismo.

III

Era tan grande que no cabía dentro de los desagües, le costaba mucho poder deambular a su gusto. Optó por no vagar en las cañerías, sólo lo hacía en las calles y durante las noches. Esa ocasión fue especial, un enorme gato la persiguió. Cuando eso ocurría no tenía problemas en plantarse y dar pelea, pero ese felino era más grande de lo común, además sus cicatrices mostraban que estaba acostumbrado a pelear contra otros animales de gran tamaño.

Escapó como pudo, el felino alcanzó a darle un par de rasguños en su lomo antes de que ella se metiese por una abertura en un muro. Estaba libre.

El lugar en donde acabó era un sótano grande, oscuro, lúgubre y húmedo. Estuvo buscando comida un buen rato, hacía mucho que no tenía nada para comer. Su porte le pedía mucho alimento, por eso dio un brinco de alegría al hallar unos huesos que sobresalían del piso de tierra. Los restos de Ur Al perduraron en el tiempo, se resistieron a la civilización y quedaron ocultos en el sótano del edificio.

Tenían un sabor raro, pero igual los siguió mordisqueando. Después de un instante tuvo que dejar de comer. Se sintió enferma, intentó vomitar, expeler el veneno que consumió, pero le resultó imposible. Pronto su cuerpo fue presa de fuertes calambres y sus extremidades tiritaban por el dolor.

Huyó del lugar, enloquecida por la agonía.

IV

Alejandro Pérez llegó a la pensión en dónde vivía, estaba agotado, atribulado, no le encontraba sentido a su vida. No tenía plata, tuvo que elegir entre comer y un paquete de cigarrillos de mala calidad. Se recostó en su camastro y se puso a fumar mirando el techo.

La idea del suicidio era cada vez más concreta, barajó las posibilidades: ahorcarse, tirarse al paso del Metrotranvía, sumergirse en las aguas del Carrizal. No soportaba más su situación. Terminó el cigarrillo y se quedó pensando, envuelto en las sombras hasta que se durmió.

Su último pensamiento fue que mañana sería otro día.

V

Corrió por horas, no tenía control de su cuerpo, no le importaba la cercanía de los humanos. Se metió por una puerta abierta de una casona vieja. Estaba todo en penumbras, pasó por la cocina, pero extrañamente no sintió hambre, a pesar de la gran variedad de aromas que había en el lugar.

Su cuerpo estaba por colapsar, su instinto se lo comunicaba, era urgente encontrar un sitio para poder descansar o al menos morir en secreto.

Se subió en una cama en donde estaba durmiendo una persona, le importó muy poco. Se metió entre las sábanas. Quería que el dolor se fuera. El que estaba en el lecho, dormido, se dio vuelta sobre sí mismo y al hacerlo la aplastó, entonces le dio una feroz mordida.

Fue lo último que hizo en este mundo, morir con un pedazo de carne de humano entre su fauces.

VI

Alejandro Pérez despertó, algo lo mordió en su pierna. Se levantó de un golpe y prendió la luz, bajo la exigua lámpara pudo ver a la rata más grande que había visto en su vida, que yacía muerta. Miró su pierna derecha, a la altura del muslo tenía una herida seria que sangraba profusamente. Su suerte iba cada vez peor. Los primeros días no sintió nada y la herida cicatrizó rápidamente. Una noche lo acometió una fiebre atroz, que no le permitió levantarse. Navegó en mares febriles, sumergido en su sudor. Sentía un dolor angustiante en todo el cuerpo, una agonía perfecta que le impedía gritar. Alejandro Pérez sentía al mundo en su totalidad, escuchaba sonidos que provenían desde kilómetros, olfateaba aromas desde el otro lado del mundo.

Entonces despertó.

Era una mañana diáfana, miró el reloj del celular, eran las diez de la mañana, se quedó dormido. No se lo reprochó, extrañamente se sentía bien. Fue al baño a lavarse la cara, luego desayunaría. Gritó al verse en el espejo.

Su fisonomía había cambiado de manera radical, era una rata, era un hombre, era las dos cosas. Su rostro tenía las facciones de roedor, grandes dientes incisivos, bigotes, un par de orejas gigantes y una nariz descomunal se conjugaban en sus rasgos, y se descubrió un rabo enorme.

Se desmayó.

Se había convertido en el hombre pericote.

Fin de la primera parte