La pared blanca era infinita, perdía mis ojos en ella mientras mis pensamientos estaban lejos, desordenados, incompletos, buscando la parte faltante.
El mensaje llevaba dos días sin ser siquiera visto, sin una discusión previa, con una distancia polar sin explicación.
Comprendí que no me quería ver más, era un adiós sin despedida, un final en medio de un principio que creía prometedor.
Me encontré en un punto infinito, mirando al pasado, analizando este presente, suponiendo un futuro peor, pero sobre todo mirándome y a mí alrededor de diferentes distancias.
Después de un rato recorte las palabras que más se repetían, las que creí claves: «¿Qué hice mal?» y «Me siento humillada».
Miré para ambos lados preguntándome si alguna vez osé ser tan cruel, pero no encontré respuesta. Nada parecía claro de cerca, desde mi punto de vista parecía que no.
Entonces sólo me quedaba observar la vereda de enfrente y vi gente pasar. Algunos parecían familiares, otros no tanto.
Uno se quedó mirando y lo recordé. En ese momento me di cuenta que para mí no había sido importante, pero él me recordaba y definitivamente no con cariño.
Me senté en el cordón sintiéndome peor, traté de convencerme que no había sido tan cruel, pero era tarde, el peso de la verdad cual karma ya estaba sobre mí.
Lloré mucho, parecía que las lágrimas serían tantas que formarían un arroyo que se terminaría en la esquina. Mientras tomaba aire recordé, te recordé.
Sí, esa misma esquina, donde todavía estaba el banco en que me citaste esa tarde para decirme que ya no me querías, porque conociste a alguien más.
Sentí el odio volver, pero esta vez se detuvo porque por primera vez comprendí que tuviste el coraje, de frente a frente, explicar que no iba a funcionar.
Ahora tenía dos palabras clave nuevas «no va a funcionar» y «coraje». Después de darle vueltas al asunto, por fin llegué a la conclusión de que nadie te puede obligar a querer, a que te guste.
Si pudiéramos palpar como multiplica el dolor lo inexplicable tal vez empezaría a pesar menos el egoísmo y el miedo de enfrentar a alguien que no correspondemos.
Porque cuando uno mira sólo su camino sin levantar la cabeza, con el paso del tiempo, se va a encontrar en la vereda opuesta de alguien más.