Donde no hay sacrificio, no hay amor.
Adolfo Kolping.
Recuerdo cuando nació mi hermana. Al principio todo era felicidad. No puedo negar que sentía un poco de celos, pero verla dormir en su habitación rosada y en su cunita me hacia olvidar todo tipo de resentimiento.
Solo dos semanas duró esa felicidad, hasta que, un día mi papá trajo un regalo cuando venía de vuelta del trabajo.
Era un muñeco, un payaso de plástico muy pequeño, con una sonrisa peculiar y extraña.
La primera vez que lo vi, recuerdo que le aparte la vista instantáneamente. Los ojos estaban desviados hacia un costado, pero pude percibir como me miraban.
Me aparte alejándome muy despacio. Mi papá se dio cuenta y me llamó.
—Tomy —me dijo—, no me digas que te da miedo.
—No —le respondí, intentando no verme asustado frente al muñeco—. Pero es feo.
Mi papá me acarició el pelo—. Sí que lo es, pero no te asustes, no es para vos. Se lo compré a tu hermana; es un muñeco bailarín.
—¿Bailarín?
—Sí, mira. —Entonces me enseño una pequeña llave con la que le dio cuerda.
A pesar de que el aspecto era como el de un muñeco de trapo, se sostuvo firme y una música extraña, una melodía aterradora comenzó a sonar. Una y otra vez…
Tan TanTan tan tan Tan tantan….
Las manos se movían juntas, de arriba a abajo; la cadera parecía desarmarse, el movimiento era tal, que hasta el día de hoy no puedo entender cómo funcionaba el mecanismo; los pies se alzaban sin seguir ninguna lógica, era como si lo hiciera improvisando, sin seguir ningún patrón, bailaba como si pensara los pasos en el momento; lo único que no se movía era la cabeza, estaba apacible, estática, casi desafiándome.
Esa noche, después de acostarnos, comencé a sentirme débil y mareado. No podía dormir, tenía la sensación de que el muñeco entraría por la puerta y me asfixiaría. Trataba de mantenerme alerta, sin embargo, era cada vez más difícil.
Cuando mis ojos me vencieron pude oír, muy a lo lejos, el sonido de la música:
Tan TanTan tan tan Tan tantan….
Por la mañana amanecí en una ambulancia, estaba sucio, tenía vomito, caca y orina en todos lados. Al ver que desperté, el enfermero que me atendía me sonrió, me dijo que todo iba a estar bien y me dormí de nuevo.
Cuando volví a la realidad, creía que había tenido un sueño y que se me había hecho tarde para ir a la escuela, pero me equivoqué, estaba en el hospital. Recuerdo que era de noche y que mi tía me cuidaba. Una intoxicación por monóxido de carbono, todos murieron menos yo. Me sentía devastado, luego de dos semanas pude volver a mí vida cotidiana, solo que ahora vivía con mi tía.
Repetí de año, caí en depresión, sentía que quería morir. Así pasaron los años, hasta que cumplí dieciséis.
Un día, ordenando unas cajas viejas encontré de nuevo al payaso. No me di cuenta en el momento, lo había olvidado casi por completo. Llamé a mi tía y le pregunté:
—Tía, ¿esto es tuyo? —Tomó el payaso un poco perturbada.
—No, Tomás, mío no es. Creo que es una de las cosas de tu vieja casa.
—Pero es raro, tía —repuse—. Regalé todos los juguetes que tenía y no me acuerdo de este.
—Dejalo donde lo encontraste —me ordenó incómoda. Al notarlo le hice caso y no le di importancia hasta más tarde, cuando al salir de la escuela, la llame por teléfono. Me sentía muy preocupado y tenía un mal presentimiento:
—Hola, tía, ¿cómo estás?
—No me siento bien.
—¿Qué te pasa?
—Me duele mucho la cabeza. —En ese momento oí algo.
—¿Qué es ese ruido? —le pregunté mientras empecé a correr.
—No hay ningún… No hay ningún —repitió y luego escuché…
Tan TanTan tan tan Tan tantan….
Mi cerebro se detuvo, dejé de correr en ese momento, la respiración se agitó, mi boca se secó y pude llegar a diferenciar el funcionamiento de los ventrículos y aurículas de mi corazón.
Todo volvió a mi mente, reanudé la marcha y cuando llegué mí tía estaba en suelo, en una posición extraña; había sufrido una aneurisma.
Hablé con los doctores que hicieron la autopista y me dijeron que nunca, en toda su carrera, vieron algo semejante. El cerebro se le reventó y sangró tanto que los coágulos de sangre salían por los ojos en forma de lágrimas. La presión cerebral había sido abismal.
Cuando volví a la casa lo busqué por todos lados, revolví todas las habitaciones y no lo encontré. Me pase días dando vuelta en el interior y durmiendo en la calle, porque tenía miedo de despertar oyendo el: Tan TanTan tan tan Tan tantan….
Al final me di por vencido y me fui de ahí. Con el pasar de los años lo olvidé nuevamente, me casé, compré una casa y tuve hijos.
Todo parecía marchar bien, el recuerdo del payaso bailarín era solo una remanencia de mi memoria, una idea que ya no podía concebir.
Hasta que hace dos días, cuando volvía del trabajo, pase por un puesto de ventas. Había una gitana arrodillada en el suelo. El aspecto era horripilante, la mujer más fea que vi en mi vida, pero esto no era lo que había llamado mi atención; no, había algo en la manta que me llamaba, algo que me susurraba una melodía al oído: era el payaso bailarín.
Me volví y efectivamente estaba ahí. Sonriendo de costado, aún con la mirada apacible. Incluso puedo jurar que lo vi bailar y cantar por un segundo.
Se me revolvió el estómago y me fui a casa. Esa noche no pude dormir. Me sentía como un esquizofrénico. La voz de un niño me hablaba y no me dejaba en paz por más que lo intentara.
—Tomy, ¿Te acordas de mí? Soy tu mejor amigo de infancia. Te extrañé, Tomy. —Su voz era amarga y burlona—. ¿Querés detenerme, Tomy? No podés, nadie puede. Vamos a estar juntos hasta el final porque vos sos mi amigo. —Me torturó toda la noche. Comencé a pensar en el suicidio, pero me di cuenta que no era una buena idea, al menos en parte, la frase: «juntos hasta el final» se grabó en mí.
No puedo asegurar cómo es que lo sé, quizás mi mente y la de él se conectan, pero sé que, si yo me mataba, el hijo de puta iría por mí hijo y no se voy a permitir. Decidí seguir con mi vida, esquivándolo en los puestos de venta, porque estaba seguro que ahí me esperaba para seguirme de algún modo. Entonces, lo que más temía sucedió. Al llegar del trabajo oí el: TanTan tan tan Tan tantan….
—¿Qué es eso? —pregunté enojado.
—Un juguete para Julián —me respondió Ailín, mi esposa—. ¿No te gusta?
No pude contestarle, me quedé callado y me fui. No podía contarle nada, no me hubiese creído. Es más, oí la voz del payaso en mi cabeza:
—Contale, Tomy. Contale como maté a tu familia, decile que ella sigue… ¿Que será, Tomy? Un ataque de ira tuyo, un tumor, un accidente, son tantas posibilidades que me desespero.
En ese momento tomé la decisión que me llevó a hacer lo que estoy haciendo ahora. Esto no es más que una carta de suicidio. Voy a terminar con la maldición del payaso en la casa de mi tía. Esta abandonada desde hace mucho y la madera va a arder mejor.
Le pido perdón a Ailín y a Julián, pero no me puedo permitir qué me encuentren y hagan una autopsia, porque él volverá.
Lo más difícil fue escribir esta carta. Pude sentir como el payaso se rearmó en mi estómago después de comerlo y como me desgarraba las entrañas desesperado por querer salir. Sabe que vamos a estar juntos hasta el final.
Lo que él no sabe es que, mi boca y mi ano están unidos con pegamento industrial.
Solo queda esperar a que las llamas se aviven y que el payaso dejé de cantar y bailar en mi vientre, una vez que sea consumido por las llamas.