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Carolina y la voz

Carolina había puesto sus años en remojo poco antes de saber que Francisco estaba cursando la misma materia que ella, por segunda vez, y en el mismo horario. Suele suceder que las mujeres encuentran el pelo en la sopa antes que los hombres, pero también suele suceder que saben cómo corno hacer para seguirla tomando sin el menor asco.

La madurez de Carolina traía aparejada varios años de terapia. La vida les había sido esquiva desde que su papá olvidó regresar una noche de Mayo, cuando aún no cumplía seis años la mayor de las 3 hermanas. Doña Margarita tuvo que ingeniárselas para saber decirles que no, para saber darles un consejo junto con la sopa y el pan; pero por sobre todo para sobre llevar algunos años más de lo diagnosticado para una enfermedad que terminaría con sus días de sufrimiento, aquel verano donde Carolina dejó de ser una nena.

Francisco tiene el pelo lo suficientemente corto como para no tener que peinarlo a diario, y largo como para tapar una cicatriz que tiene sobre el extremo superior de su frente. Es delgado, castaño claro, con un look intelectual rozando lo naif, que llama la atenció de Carolina cuando lo ve llegar tarde y sentarse dos filas delante de la suya.

Bermejo tiene entre sus características ser una zona con un clima especial. Quizás como sucede con Chacras de Coria o La Primavera, por ejemplo; le da al verano mendocino un soplo para las heridas que suele dejar el sol cuando arde impiadosamente. No en vano son varios los campings, montados en sus entrañas, esperando la horda popular de vecinos, y no tanto, que se sopan en esas interminables piletas. Tiempo atrás esto era aún mas recurrente.

Aquel verano terminaron las tres hermanas en uno de los que la familia, por parte del padre, había elegido como refugio para hacer el duelo lo más juntos posible. Las historias no tardaron en llegar; como ocurre durante las vacaciones, sobre todo en esa edad donde se potencian las emociones. Los Chicos del Avión, eran una bandita rockandrollera de la zona de la costanera, que le daban color a las tardes entre mates y vóley. Habían sabido congregar a otros tantos grupitos y ya nadie quería perderse el atardecer al costado de los quinchos. Guitarreadas, bailes, cortejos y amores incipientes habían hecho que la pérdida sufrida por las chicas, en especial para Carolina, se adormeciera en algún rincón para dejar de doler un poco.

Carolina había probado alcohol una sola vez. Vino y del malo, con sus primas, para las últimas fiestas. No le había gustado; pero se tentó con la cerveza esa tarde. Todos se tentaron, en realidad, sin dejar de lado las yerbas que le dieron una caída eterna al sol sobre la cordillera de Los Andes.

En el curso, Francisco insiste en replantear una ecuación que la profesora había propuesto para repasar la segunda bolilla. Ella observa, al detalle, la pasión con la que el muchacho lleva adelante la discusión. Piensa en hacerle un comentario a su compañera; pero le importaba demasiado el qué dirán y eso, a su modo de verlo, puede demostrar demasiado interés por un chico que no es su novio. Sufre cada vez que piensa así, mucho más cuando no puede evitar actuar en función de esos pensamientos.

Esa tarde de excesos, Carolina despertó con chuchos de frío sobre el suelo; pudo ver con el ojo que no estaba sobre su brazo a dos de sus amigas gritar, sin poder oírlas. Revueltas en el pelo y desgarrándose en alaridos, a poco más de cinco metros. Hasta que entró en sí y encontró las fuerzas para incorporarse un poco… pero no pudo. Se desplomó otra vez. Desde el vientre hacia su pubis una daga la rasgó entrelazando sus piernas. Manchada con sangre, encontró sus muslos rasguñados, como si la hubiesen arrastrado sobre sus rodillas; sintió pánico. Pensó en Anita y Marcela. Dónde estarían, ¿¡con quién!? Quiso hablar pero la voz le fallaba excedida de ardor. Había gritado, indudablemente.

El aire apenas salpicaba sus pulmones con vida mientras sus ojos dilataban los nervios del sin saber. En su cabeza un estallido la invadía, como el de una bomba explotando a cientos de kilómetros bajo el mar.

De repente alguien la alzó, cargando su metro sesenta y cinco sobre sus antebrazos. Ella apenas veía las sombras, que las luces dejaban ver, entre los árboles, a la espalda de quien la llevaba en andas. Se sintió incómoda cuando se reconoció sin la mayor parte de la remera sobre el asiento trasero del auto donde la dejaron. En el de acompañante, una de sus primas intentaba consolarla, o al menos eso parecía, sin demasiado éxito. El novio de su prima arrancó rápidamente por el carril Mathus Hoyos camino al centro. Apenas podía mantenerse despierta, mantenerse viva. A su lado, él la sujetaba y le agarraba una mano, mientras el auto bamboleaba entre los pozos, girando de un lado a otro.

La descompostura le quemó el cuerpo hasta que el desmayo la alcanzó…

En la facultad el timbre marca el receso de quince minutos para su pucho de costumbre. Se levanta eyectada para cruzarlo antes de que salga, para mirarlo a los ojos, quizás… Su mamá siempre les decía que en los ojos se esconde la parte más pura de lo que queremos ser y la más sincera de lo que en realidad somos. Saber leer eso había sido la gran enseñanza que sentía después de todo lo que había vivido.

Del otro lado de Bermejo, la habitación de una clínica se iluminaba con la claridad que traspasaba las cortinas color crema; mientras su cuerpo se sentía aplastado bajo las pesadas sábanas gruesas. Había olor a limpio. A limpio extremo. Habían cables alrededor de la cama y un muchacho, sentado en una silla, a los pies de la misma… dormía apoyado contra la pared. Ella lo reconoció al instante; el pelo llegaba a sus hombros, quijada aguda, su brazo cubierto de dibujos árabes y flores chinas. El muchacho se incorporó cuando la vió despierta y sonrió. Ella sin hacer una mueca sintió que sonreía también. Hubo una mirada que duró milésimas sobre una brisa que encontró respuestas para las esperanzas y para los temores, al mismo instante. El se alejó cortando el clima hacia la puerta de la habitación, justo cuando intentaba decir algo Carolina. Pasaron unos minutos. Eternos. Angustiantes. La morocha suspiró estirando su cabeza hacia atrás, rebobinando desde donde dejó de leer su presente, como quien acomoda billetes de acuerdo a su valor, todo desde el ahora hasta el más cercano de las secuencias que podía encontrar en su cabeza, de aquella tarde.

Dos personas con guardapolvo blanco entraron acelerados. La tranquilizaron, le explicaron disfrazadamente la situación, hasta que una nube se apoderó de su cuerpo y cayó sobre sus párpados una cortina que oscureció todo.

En ninguna de las ocho semanas siguientes Carolina pudo saber que el último año había durado una noche, quizás, para ella. Poco a poco fue comprendiendo, enterándose, asociando sola y acompañada profesionalmente. Los recuerdos eran papeles arrugados que lograba estirar con mucho esfuerzo; aunque en ninguno de ellos podía descubrir donde estaba él.

Finalmente optó por aceptar que había sido una idea suya, como le decían, una proyección, una ilusión.

Con el paso del tiempo las volvieron a juntar a cada una de las chicas que habían estado aquella tarde de enero en Bermejo. Habían pocos cabos por atar, a esa altura, pero lo seguro era que los Chicos del Avión iban a pasar un buen rato encerrados, después de las atrocidades que habían cometido.

El timbre suena nuevamente. Carolina camina hacia el curso acompañada de un paquete de galletitas de chocolate. Sus preferidas. Piensa en cada una de las cosas que debe hacer antes de volver a casa y… de pronto una voz le corta la idea. Es la de él conversando sobre el marco de la puerta del curso. Lo va a cruzar si o si. Se incorpora erguida, acomoda su jopo sobre la oreja izquierda y pone en remojo sus labios, uno con otro. Camina lenta pero sin pausa. Hay dos metros entre ellos hasta que ya no hay mas distancias. Ella lo escanea, él ni siquiera la mira; Carolina siente que sus piernas se aflojan. “¿Es él?”, piensa. Era su voz, sin dudas. No puede creer tenerlo enfrente después de tanto tiempo, como aquella tarde noche. Siente una mezcla de pánico, ansiedad y dolor. Corre hasta su banco a buscar sus cosas; algo en su interior la obliga a huir. Otra parte la condena a quedarse y averiguar mas sobre él, corroborar lo que se vuelve obvio cuando lo mira por enésima vez, caminando hacia donde ella está, tarareando una de Callejeros.

Definitivamente el color de esa voz es de él.

Al parecer el cantante de los Chicos del Avión estaba suelto. Esa voz, la que tantas noches la acosaba mientras dormía, con la que iba a tener que convivir durante toda su vida, era la pista que resolvía todo lo ocurrido aquel fatídico verano.

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