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Cartas quemadas

Dice la gente que ya no hay quien escriba cartas. Es verdad que las letras existirán por el resto de los siglos. Pero el arte de escribir en papel, ese arte, está prácticamente extinto. Hoy apelamos a una pantalla para leer, a un teclado para escribir. Apelamos a la inmediatez. ¿Quién en su sano juicio tardaría semanas o meses en decir algo a alguien?

Y es algo que apena. Apena porque no había nada más hermoso que escribirle a alguien, usando el papel como intermediario y testigo.

Tal vez peque de atemporal; pero que lindo que era cuando cada palabra en papel valía algo. Cada “rulito” caligráfico; cada segundo, minuto u hora invertido en escribir algo para alguien, era oro.

Era (soy) un apasionado de las cartas. Daba igual si me tocaba ser receptor o emisor. Me gustaba tanto hacerlas, que cada vez que algo me hacía ruido en la cabeza ahí corría yo, a refugiarme en la seguridad de las cartas para decir lo que sentía. Porque una carta te daba el tiempo de pensar, la chance de corregir, la posibilidad de estar presente ante alguien pero sin estar compartiendo un mismo espacio. Las cartas eran el mejor truco de magia, ejecutado a la perfección.

Escribía tantas cartas como receptores merecedores encontraba. Cartas de amor, cartas de descargos, cartas para los amigos. Créanme que eran muchas. Pero rara vez, o casi nunca, las entregaba. No sé por qué. Ahora de grande lo pienso y tal vez hubiese entregado cada una de las que escribí. Pero de más chico me daba vergüenza supongo. Si, llamémosle vergüenza para no hondar en detalles.

Pasaban los años, y el cajón de la mesa de luz donde las cartas se apilaban, empezaba a desbordarse. Ya no tenía sentido guardar una carta a un amor olvidado, a un amigo perdido o una queja a la nada ¿Para qué? Fue entonces que una noche de otoño, tome una (y hoy me puedo dar cuenta y decirlo) estúpida decisión. Como el más torpe de los brujos, ante el peor aquelarre improvisado, llevé las cartas desde el día uno a la fecha, y las quemé una por una. Me quedé un rato viendo como el papel ardía y las “rulitos” caligráficos morían para siempre.

Hoy estoy más grande y más sentimental. Hoy no hubiese ni acercado un fosforo a aquella cantidad innumerables de cartas. Las hubiera archivado como un acaparador fiel a la terquedad. Pero hoy no escribimos cartas. Hoy no recibimos cartas. Hoy no hay nada que archivar y nada que quemar. La inmediatez de la tecnología y las charlas apresuradas, nos han dejado con cenizas de papeles perdidos para siempre en el viento.

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