Cuando yo era feliz, hará unos 6000 o 7000 años, moraba yo en Madrid. Era una villa grande, tierra de todos, rodeada por una muralla que protegía al arte de la vanidad. Tenía un apartamento, cerca de la Calle Gato, en el barrio del Esperpento. Por mi ventana, a lo lejos, veía la Casa de las Flores; por las mañanas Neruda se asomaba a cantarle a Chile y con él, al rato, se asomaba García Lorca a cantarle a Andalucía y al caballo que el agua no quiso. Por mi calle se dejaban ver Valle-Inclán, Tirso de Molina y Lope de Vega; se despedían ellos, uno tirando para el callejón del gato, el otro tirando para la Calle de Sevilla y el otro decidiendo si ir a Fuente Ovejuna o tomarse un café con Fernando de Rojas y Calderón de la Barca.
A mediodía, cuando el hambre ya picaba, cortaba unos pimientos y unos tomates para hacer paella. Al olor de los manjares, me tocaba a la puerta Bécquer, que me contaba todas las leyendas habidas y por haber; unas veces de Sevilla, otras veces de Toledo, en fin, buena palabra para acompañar la buena comida. Con el postre llegaba Larra, y con él discutíamos el milagro de la felicidad de la que gozábamos, y recordábamos con horror los tiempos en los que Madrid solía ser un cementerio. Al postre de sus filosofías, llegaban Clarín y Galdós a contarnos las costumbres y el vestir de lugares varios, cercanos y lejanos. Terminando de hablar Galdós de sus estupiñás y Clarín de sus obdulias, se iban con el naranja del atardecer caído. Entonces, asomado esta vez por la terraza, observaba el Palacio Real y la Catedral de la Almudena. Para allá que iba, para hablar con Cervantes, cuando por ahí se dejaba caer; otras veces hablaba con una voz que susurraba un español de belleza impensable, una voz que hablaba de un tal Lazarillo. Con el último rayo de Sol, salía una orquesta, Joaquín Rodrigo la dirigía, tocaban al punteo de la guitarra y acompañaban a los grandes inspiradores: Teresa de Ávila, Ortega y Gasset, Juan Manuel, y sabrán las bibliotecas cuántos más se sumaban.
Con la Luna, se escuchaban los aviones; venían de Argentina, de Perú, de México, Uruguay… Cortázar, Borges, Quiroga, Hidalgo, Juana Inés de la Cruz, Juana de Ibarborou, todos los bienvenidos se preparaban para traernos el oro extranjero. Yo vivía en un planeta donde lo bueno se compartía y entraba por las murallas, y lo malo se despreciaba y perecía afuera.
Cuando yo era feliz no existía el fanatismo, existía la unión. Ahora que la unión sólo mora donde hay dinero, ya no soy feliz. Ahora sólo soy contento propio y contento ajeno. Ahora la felicidad está en mi cartera, está en locales, está en lugares y en los cinco sentidos. La felicidad de los demás depende de lo que sale de mi cartera, de lo que mis locales ofrecen, de los lugares que ideo y de las sensaciones que despierto en sus cinco sentidos. La felicidad está en el beneficio que uno saca del otro. Ayer, un atardecer sombrío y húmedo, Edgar Allan Poe me visitó para preguntarme «¿cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? (1)» No supe qué contestar. Sólo sé que el terror, que solía tener su máximo exponente en la traición de un querido, ahora se esconde en vehículos y rueda por las carreteras. El terror hoy es números, posesiones, nombres y reputación. Lo que se estableció para dar paz y esperanza, ahora se usa para aterrorizar y quitarla.
—En fin, —dice Edgar— en realidad, de la alegría nace la pena (2).
Y yo que pensaba que en la alegría moría la pena… Ahora sé que del fanatismo parte la pena, pues del fanatismo no puede nacer nada bueno. Ni siquiera Dios es fanático de sí mismo; si lo fuera, ya nos hubiera barrido por ser cosa indigna. ¿Cómo hemos de pensar que nosotros debemos hacer lo que Dios no hace? Hay tanto fanatismo, no sólo el religioso. Hay fanáticos de la libertad de mercado, fanáticos de la igualdad de mercado, fanáticos de la vida, fanáticos de la muerte, fanáticos de la belleza, de la fealdad y de todo cuanto existe y se pueda nombrar. Y piensan esos fanáticos que cuando algo malo nace de su fanatismo, es por culpa del fanatismo del opuesto.
En fin, cuando yo era feliz, no era un fanático. Ahora lo soy. Soy un fanático de muchas cosas, tantas que ya no me acuerdo. Por eso soy un infeliz.
1 y 2 || Edgar Allan Poe – Berenice