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Destino fijado

Destino fijado

Como casi siempre, ese día no había nada para almorzar. Nala no lo pensó demasiado y se fue al restaurante vegetariano, a media cuadra de la San Martín, donde la comida era rica, abundante y variada. Entro al lugar, saludó a la cajera (y dueña) del lugar con la confianza construida con los años de cliente frecuente y, después de llenar su plato se sentó en su mesa favorita, al lado de la ventana. Estaba tan abstraída en su mundo, mirando la calle tan transitada a esa hora, cuando le llegó un mensaje de whatsapp.

Un número desconocido con una característica de Mendoza, que claramente no se dirigía a ella que decía «Se necesitan 10 donantes de sangre factor A positivo para Juan Apérez, hemoterapia hospital Del Carmen».

Nala escribió una respuesta sencilla pero efectiva «No sé quién te dio este número pero no puedo donar sangre, tengo anemia congénita, disculpa”. Y dicho esto siguió en lo suyo. Pero el teléfono vibró no una, sino varias veces, y en la foto de contacto vio a un hombre de su misma edad, unos treinta años, con traje de andinista levantando los brazos en lo que parecía ser la cumbre de una montaña nevada.

Empezaron a charlar de cosas rutinarias, Nala hacia un tiempo que no estaba con nadie, y eso no había resultado muy bien precisamente. Hizo el intento de no ser tan exigente y quedaron en juntarse sin compromiso a tomar algo en un bar de la Arístides. Llegaron bien puntuales los dos y se sentaron en la barra, ya que no había ningún otro lugar disponible, cosa habitual en la zona. Él empezó con un trago de la casa, ella con un vodka con jugo de fruta. La conversación empezó a hacerse muy fluida y él le dijo que su número lo había obtenido de un amigo que le había dicho que ella era donante de sangre, lo cual era hasta que le apareció de un día para el otro una anemia congénita que la inhabilitaba como donante.

En un momento cuando los vasos se acumulaban vacíos entre ellos, él hizo su movimiento y la besó en la boca. «Qué pena, pensó Nala, este se veía interesante» ella le respondió el beso y le dijo al oído que quería que la diversión continuara en su departamento, que quedaba a no muchas cuadras de distancia. Él ni lo pensó. Se le iba a dar.

Prendió la cafetera en el momento que él le empezó a besar el cuello de una manera tan apasionante como hipnótica. No se podía apegar, lo sabía muy bien, y en ese momento pensó que pasaría si el destino de Emanuel no estuviese decidido desde que se vieron en el bar. Con o sin alcohol, iba a pasar igual.

Fue una de las mejores performances sexuales que había tenido hasta ese momento. Él sabía muy bien cómo dar placer a una mujer, y recibir placer a cambio, y ni pensó que iba a parar ahí. Cuando terminaron los dos desnudos arriba de la cama, Nala se paró y le dijo que iba a buscar el café, para después seguir con el ejercicio. Cuando agarró la azucarera, agarró también unos tres sobrecitos pequeños, como de edulcorante, que echó solo en una de las tazas y revolvió. «Es hora de volver a ser yo».

Y teniéndolo desnudo e indefenso, lo miró y le dio un beso en la frente. El cayó con el cuerpo mitad en la cama y mitad en el piso, derramando lo que quedaba de café en la colcha, mientras que ella agarró el cuchillo, le dio una lamida por el lado del filo, lo cual le produjo un corte en la lengua, se acercó a su cuello, le dio unos besos, y sin pensar ya como Nala, sino como un ser automático, realizó el sangriento corte que atravesó la yugular de Emanuel, y lo desangró en pocos minutos.

El bóxer se manchó con sangre, por supuesto. Ella lo dobló prolijamente y lo puso en una bolsita. Abrió un cajón oculto en el fondo del placard, y lo puso al lado de varias idénticas bolsitas con idéntico contenido. Saboreando parte de la sangre que tenía en sus manos miró la bolsa, y antes de cerrar el cajón le dijo «Bienvenido al club».

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