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El ateísmo es para los cagones

“Cuando el hombre deja de creer en Dios, inmediatamente empieza a creer en cualquier cosa”. GKC

Cierto día, parloteaba con una de esas personas que revolotean en nuestro entorno a quienes nunca logramos clasificar adecuadamente dentro de las relaciones políticas porque no sabemos si son amigos, compañeros, conocidos o váyase a saber qué, pero, no obstante su ubicuidad parental, se caracterizan por un talento desopilante para la imbecilidad (con todo respeto lo digo; en el sentido umbertoequiano de la palabra).

El susodicho, ser entrañablemente molesto por vocación, no pierde oportunidad para declarar voz en cuello su (recién estrenada y reluciente) militancia atea. Sabrá Dios qué lo hace creer que al resto de la humanidad le interesan sus veleidades religiosas, que ya han transitado por politeísmos variopintos, sincretismos paletos e incontables libros de autoayuda, causando una involuntaria mueca aviesa en sus eventuales interlocutores, menos yo claro está, que debo ser de los pocos que le quedan para despuntar su vicio de polemista frustrado.

Como decía, después de darle la vuelta al mundo con búsquedas “espirituales”, llegó a la conclusión de que no cree en nada y, aún conmocionado con su novel hallazgo me espeta sin remilgos que lo descubrió en una “regresión a vidas pasadas”, ¡Qué!…  Me reservo los detalles de su particular aventura por buen gusto, sin embargo, y para sincerarme, nunca en mi vida hice tanto esfuerzo para no descostillarme de la risa en la cara de alguien, pero, merced de la virtud de la templanza, me contuve y traté de entenderlo… pero no lo logré.

De todos modos, la pintoresca confesión me confirma, una vez más, la importancia de la necesidad de trascendencia que habita en personas de todas las culturas.

El género humano, ombligistamente obnubilado por sus descubrimientos técnicos y científicos, de su todopoderosa racionalidad lógica y mecanicista no puede, no logra dejar de preguntarse por el destino último de las cosas y de la humanidad. Dios siempre está, aunque nos neguemos a verlo y a hablar de él, de lo contrario no se explica la morbosa atracción que sienten y ejercitan a diario los no creyentes hacia  ese misterio. O, mejor dicho, Dios no es un problema que el hombre puede elegir no plantearse, porque está ya planteado por el mero hecho de ser hombres; es una dimensión de la realidad humana en cuanto tal.

Claro que el interrogante no es para cualquiera; los cagones con un patológico terror teologal abundan y para colmo buscan descargar la tensión de sus complejos no resueltos de visceral repugnancia con todo lo relacionado a la religión (la católica en particular es la que más aprensión les concita, dónde es mayoritaria y dónde no lo es, también) culpándola de todos los oprobios de la humanidad, inventando conspiraciones de ciencia ficción o etiquetando con tirria a cualquier piojoso chupacirio que tenga la impertinencia de declarar públicamente su fe. Pero, mis estimados querubines, para odiar sin ser un fanático, se precisan una dosis de inteligencia y picardía, de lo contrario la anti-religión se deforma en un fetiche, en la exhibición neurótica de una sensualidad reprimida, un moralismo invertido que con el pretexto del desprecio no se aleja un segundo del inmundo objeto de su vilipendio.

Dentro de esta categoría, algunos niegan a Dios expresamente, otros sentencian que nada puede decirse de él. Los hay quienes someten la cuestión teológica a un análisis metodológico tal, que reputa como inútil el propio planteamiento de la cuestión. Como el avestruz, todos esconden la cabeza bajo la tierra. Pero para estos pávidos existe una profusa oferta de espiritualidades líquidas que les permite calmar, por lo general por muy poco tiempo, su vacío trascendente. Entonces, puede encontrar, querido lector, ateos que leen con devoción perruna el horóscopo como si hubiera más razones para creer en esa zoncera que en Dios, agnósticos que se alborotan como quinceañera caprichosa cuando los japonenses matan ballenas mientras que la abyección moral del aborto les pasa completamente desapercibida.

En realidad, creo que aquellos que afirman no creer son los más desesperados creyentes. Pero, al eliminar a Dios de sus vidas, sucumben ante cualquier ficción, invistiéndola de cualidades que no tiene y negando sus defectos más meridianos. Creyeron (y algunos trasnochados aún lo creen) en un estado todopoderoso capaz de organizar y regir todos los aspectos dela vida humana, creyeron que la liberación del hombre sólo consistía en su liberación económica y social y que la religión era un obstáculo para alcanzarla y sólo consiguieron absorber al individuo hasta privarlo de su dignidad más elemental: la libertad. Luego, avispados de su error, tomaron las banderas de la libertad como bien supremo, pero la fomentaron de forma depravada, como si fuera una licencia para hacer cualquier cosa, aunque mediante ella se cause un daño profundo a mucho más. Y ante sus fracasos pretéritos, se dedican a trompetear un liberalismo mostrenco y una ética hedonista e individualista que destruye los más elementales lazos de comprensión y solidaridad.

Para rematar la faena, disolvieron la conciencia moral, esa íntima voz que nos dicta que está bien y que mal, en una maraña de moralinas complacientes con el poder y esclavas del clima de la época. No importa discernir si tal o cual acción es deseable, si está bien o mal, basta con que un número de personas la enarbole pare que cobre legitimidad sin más y ¡guay de aquel que se atreva a manifestar su disconformidad!  Por supuesto no habrá nada de que sorprenderse si dentro de poco comienzan a proponerle al resto de la sociedad que se deshaga (¡aséptica  y acongojadamente che, que no somos tan neurasténicos!) de los improductivos viejos y discapacitados que obstaculizan el pleno gozo de la vida (y de hecho, algunos ya se relamen con la idea).

Al fin y al cabo, parece que lo que los no creyentes no soportan de Dios es que luego de haberse exaltado tanto a sí mismos, este les recuerde, día tras día, las consecuencias de su pavorosa condición humana. No toleran que les recuerde que sólo la fe tiene el poder de humanizar al hombre.

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