Había una densa bruma. Apenas entré el humo de los fuegos se podía distinguir la silueta de lo que fuera un pueblo. Mas allá, entre las colinas, algunas sombras empujaban los carros llenos.
Estiré mi mano ensangrentada hacia él y temblando cerré sus ojos sin vida.
– ¡No lo toques! – gritó desde las penumbras grises- ¿Quieres morir como él?
Desde el humo asomó su rostro cubierto por la máscara que aterraba tanto como el campo de muerte en el que estábamos. Clara la punta cónica que prominente desde los ojos protegidos por cristales gruesos se movía con cada palabra. El resto del cuerpo cubierto desde la cabeza por una larga túnica encerada, negra como la brea. El doctor parecía un buitre de pie entre los montículos de muertos que se perdían en la neblina del humo procedente desde las hogueras alimentadas por los cuerpos y las chozas.
Sacó desde su morral un paño que mojó enérgicamente con un preparado de rosa mosqueta, polvo de biblia, alcanfor y mirra. Extendió su mano enguantada y yo le entregué la mía. Pasó el trapo embebido varias veces hasta hacerme doler mientras podía oírsele susurrar una oración dentro de la máscara. Creí esto inútil, era claro que la furia de Dios le haría ignorar cualquier súplica, no había prestado la mínima atención ante el quejido de los moribundos de este pueblo completo por lo que era poco probable que lo hiciese para conmigo. Con un gesto tosco envolvió mi mano en la tela y con su bastón golpeó suave mi pierna para que me moviera y así poder ver al infeliz al cual había tocado.
– No hay nada que hacer, este ya está condenado. Mira.
Con la punta del palo corrió la cara del penante para exponer un enorme tumor que le deformaba el cuello hasta la mandíbula. Sangraba desde la nariz dejando un surco rojo que le cruzaba la cara pálida. El torso descubierto mostraba manchas oscuras y el resto del cuerpo bubones brotando desde la piel como volcanes inmundos. Aún se movía, pero era claro que la vida se le escapaba entre los jadeos de cada convulsión.
– Maestro, cuándo acabará esto. – Apenas si pude soltar palabra ante la visión de aquel campo devastado.
El médico estiró su cuello para abarcar con una sola mirada rasanteel valle tapizado de cadáveres esperando a ser enterrados en fosas comunes o terminar en el calor de las fogatas. La analogía con el buitre me pareció más acertada que nunca.
– Esto no puede terminar, es el fin del mundo.