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El Camionerito

– Podés contar las cuatro historias siempre y cuando no me menciones.

– Obviamente. Si digo que justamente a vos te pasaron estas historias… sería muy fuerte…

***

Hacía… no sé cuánto tiempo que no lo veía. Lo encontré hablando con mis padres. Nos saludamos, terminó de hablar lo que hablaban y aproveché para preguntarle, «che, ¿son ciertas esas historias que dicen que te pasaron a vos?». Me miró con sus cejas pobladas, con su cara llena de sierra, de pampa, de norte… me miró sin tanto entusiasmo. «Sí», contestó. Y arrancó con la primera de las cinco.

El Camionerito

La negrura de la noche se había derramado hasta el interior del colectivo que solo interrumpía alguna lucecita fluorescente de un celular y los monitores que pasaban alguna película. Las ventanas mostraban lo mismo arriba que abajo, todo noche, todo oscuro. Adelante, las luces del colectivo revelaban lo que podían de la ruta. El temblequeo suave adormecía el pasaje. Una silueta apareció avanzando por el pasillo recortada apenas de la luz pobre que salía de la cabina.

– Usted es sacerdote, ¿no? – preguntó el hombre al llegar a su lado.

– Sí – respondió.

– ¿No podría acompañarnos en la cabina un momento?

En la cabina el momento se vivía diferente. La luz del colectivo penetraba el parabrisas y un ambiente celeste le daba a ese lugar la sensación de que todo estaba despierto, vivo y latente. El sacerdote se sentó entre los dos hombres y empezaron a hablar sobre las almas, los espíritus y la muerte. El padre habló sobre lo que pasaba cuando el alma deja el cuerpo, cuando deja el mundo…

– ¿Deja el mundo? – preguntó el chofer -. ¿Puede ser que haya almas que queden dando vueltas por ahí…?

Una pregunta compleja para una conversación que no era precisamente un simposio teológico.

– Bueno… sí, pienso que sí. Entre la tierra y el Cielo hay un por ahí.

– ¿Sabe por qué le preguntamos, padre? Acá cerca, por esta ruta, en Herrero, hace tiempo, hubo un accidente. Un camionero se accidentó y quedó mal herido a la vera de la ruta. No podía moverse y lo único que pudo hacer fue agarrar una linterna y hacer señas para ver si alguno que pasaba lo veía. Nadie lo vio y el pobre hombre murió.

– Bueno – se adelantó el cura -, es posible que el alma de ese hombre haya quedado penando en la zona.

No es que hubo un silencio largo, sino que el breve lapso de recuperar el aire para decir algo más en el acompañante del chofer generó una expectativa inquietante en el padre. Sin embargo, el hombre miró el camino y no habló. No habló por un breve momento. Al fin dijo:

– Cada vez que vamos llegando a Herrero, al pasar por el lugar del accidente del camionerito, lo saludamos haciéndole luces…

– Ahá…  -asintió el cura.

– …y él nos saluda.

– ¿Cómo que los saluda?

– Sí, nos hace luces.

– Pero ¿cómo que les hace luces? ¿Quedó el camión en el lugar…?

– No, padre. No hay nada. Son unos pocos arbolitos en un costado del camino.

– Y entonces ¿quién les hace luces?

– Si quiere, padre, cuando estemos llegando le avisamos.

– Pero… bueno, sí, avísenme, por favor.

Se detuvieron en una estación de servicio y el chofer compró unas velas. Volvieron a la ruta. En su asiento el cura retuvo algunos minutos aquella fantasía del camionerito saludando a los que le hacen luces, y al rato se perdió en el oleaje de imágenes y problemas de la gente a la que cada día asistía, y ayudaba, y que le hacían llorar, y que le hacían reír… «El norte tiene rincones olvidados del mundo», pensó.

Un sacudón lo despertó.

– Padre, estamos llegando – le dijo una silueta negra en bajísima voz.

– ¿Llegando..? ¿Ya estamos llegando…?

– Llegando al lugar del accidente del camionerito – respondió el acompañante del chofer.

La ruta parecía meterse debajo del colectivo que avanzaba sin prisa y sin pausa. La noche seguía cerrada, el camino no mostraba nada diferente. Los tres iban en silencio. De pronto el chofer apagó las luces dejando solo las de posición, lo que terminó de despertar al cura. Unos segundos después dio dos golpes a la palanquita de las luces, y dos fogonazos quemaron la noche. Casi enseguida, aunque después, dos focos devolvieron el saludo desde el costado de la ruta. El cura se quedó boquiabierto mirando lo que ahora era una noche negra.

El chofer volvió a prender las luces y empezó a bajar la velocidad hasta detenerse en la ruta. Bajaron acompañante y cura y empezaron a recorrer el lugar donde unos pocos arbolitos distantes y alguna mesa de material preparada para un descanso de la ruta era lo único a la vista. Caminaron hasta donde el sacerdote vio un barril. El colectivero sacó de un paquetito una de las velitas que comprara en la estación de servicio, adivinó una puertita improvisada en un costado del barril, la abrió y dejó la vela encendida. Cerró la puertita y comenzaron el regreso. El cura miró el ómnibus detenido sin que nadie hiciera un escándalo por eso. Tal vez la noche…, tal vez el sueño… Subieron al colectivo y este arrancó.

– ¿Y, padre? ¿Qué me dice…?

Pasó el tiempo, meses, muchos y muchos días después de aquel momento cuando el sacerdote tuvo que volver a transitar esa ruta que va de Santiago del Estero a Santa Fe, y lo hizo acompañado de un amigo al que le advirtió del extraño episodio, y quedaron en estar atentos al momento de pasar por la localidad de Herrero, para ver si pasaba algo esta vez. El cura le dijo que no sabía qué pasaba si el chofer no saludaba con los golpes de luz, aunque tal vez lo que dudaba era si volvería a ocurrir el episodio. No eran los mismos choferes que lo habían advertido de aquel suceso.

A veces uno vive historias tan intensas que piensa que son vidas encarnadas que envejecen como uno, cuando en realidad son acontecimientos puntuales que no vuelven a ocurrir pero nos dejan toda la adrenalina del momento.

El cura despertó a su acompañante. «Estamos llegando», le dijo. Los dos se acercaron a la cabina, sin entrar, para ver por el parabrisas. De pronto, el colectivo apagó las luces y dejó solo las de posición. El ómnibus parecía ahora estar flotando en un espacio sin estrellas. Dos fogonazos quebraron la negrura, y al ratito, dos luces contestaron el saludo. Las luces volvieron a prenderse y el colectivo, sin detenerse, continuó viaje hasta parar horas después ya cerca de Santa Fe.

Cuando bajaron, el sacerdote no aguantó y se acercó hasta los choferes que hablaban en una mesa de la estación de servicio mientras comían algo.

– Perdón – los interrumpió -, saludaron al camionerito…

Sin sorpresa, sin ningún recelo, «por supuesto», contestaron.

Y el viaje continuó.

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