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El campamento de Anfama

¡Qué mejor lugar para hacer un campamento que en Los Campitos, en la vasta región montañosa de Anfama, en los Valles Calchaquíes, que estos chicos tienen casi en las puertas de sus casas! Adolescentes briosos y ligeros, imparables, incansables, trepando, subiendo, explorando, bajando por cada roca, por cada lomada, por cada barranco… hasta conseguir que descarguen toda la fuerza de su crecimiento y su rebeldía…, y por eso, y porque es muy lindo, y muy cerca, el cura había organizado el campamento en Los Campitos, donde ya empezaba a atardecer, y con el atardecer empezaba a llegar la bruma de la tarde, y con la bruma…

– Padre, ahí está la tapera que nos dijo el dueño del refugio… -dijo el joven más compadrito.

En Anfama hay un refugio, una casa, un hospedaje donde un hombre recibe a los que van a recorrer aquellos lugares, y les ofrece comida, sábanas limpias y un buen baño caliente. Allí, donde hicieron noche el cura y el grupo de adolescentes, el anfitrión los asesoró sobre los lugares para recorrer, les marcó las cosas lindas que no debían dejar de ver, y les advirtió de la tapera donde andan los duendes.

Puede parecer extraño, pero los chicos no se doblaron de la risa con la advertencia ya que es voz popular la existencia de duendes en la región. Pero si bien se cree en ellos, también es cierto que nadie conoce a nadie que los haya visto contundentemente. «Sí, mi abuela dice que…», «Mi papá me contaba que el hermano…», pero siempre son cuentos imprecisos, historias nunca claras. O existen los cuentos de los que vieron a los duendes, pero también vieron miles de cosas extrañas cada vez que aparecen las historias del más allá. Así que los chicos eligieron un paseo que, obviamente, tenía en su itinerario, la tapera de los duendes.

Y llegaron a ella a las seis de la tarde, a la hora en que en Anfama baja la bruma y borra los caminos, deshace los arbustos, disuelve los colores, y todo se vuelve blanco y difuso. «¡Padre, ahí está la tapera de los duendes!». El padre preguntó: «¿Quién quiere ir a explorar la tapera?». Para su sorpresa, más de la mitad del grupo se puso de pie. «Vamos entonces».

Uno de los chicos era muy cocorito, muy arrogante, y era el que más insistía en querer ir a «buscar a esos duendes». El resto del grupo tenía más curiosidad que necesidad de probarse nada. La bruma se había puesto espesa, pero se veía, se podía caminar. Unos cincuenta metros antes de llegar a la tapera, el cura se detiene.

– Un minuto – dijo.

Como la excursión se trataba de un entretenimiento, y el cura disfrutaba mucho de estar entre ellos, decidió inventarles algo para hacerlo más inquietante.

– El dueño del refugio me dijo que para ver a los duendes hay que ir de a uno, porque sino se escapan.

El grupo se hundió en un silencio absoluto. Con esa bruma era lógico que nadie se animase a ir solo. Pero uno dio un paso al frente. El envalentonado joven que alardeaba de su coraje, aunque con muestras de nerviosísmo, se ofreció para ir primero.

– Yo voy primero – dijo, y comenzó a avanzar hacia la tapera, que eran dos casitas en ruinas, con paredes demolidas, sin techo, una muy cerca de la otra.

El padre se admiró de la valentía del chico, porque por más fanfarrón que sea, la visibilidad llegaba justamente hasta esos cincuenta metros donde estaba la tapera. Después, todo era blanco y ensueño.

– Los duendes están en la casa, pero si no los ves ahí, tenés que fijarte en el barranco de más atrás, que ahí están seguro – siguió divertido el cura inventando una historia más emocionante aún.

El chico, que empezó yendo despacio e inseguro, ya llegando empezó a erguirse y a caminar con más decisión. De pronto, llegó a las casas. De pronto, la bruma lo disolvió. Y al sacerdote, de pronto, lo inquietó un poco el no ver nada, y su inquietud le hizo dar un paso hacia adelante, pero no había pasado medio minuto que de la bruma, como quien atraviesa una pared de talco, apareció con  la cara desgarrada de pánico, corriendo a toda velocidad y a los gritos, el chico.

– ¡Los vi! ¡Los vi! ¡Los vi! – gritaba desesperado, sacado, en una situación de descontrol que no alcanzaba a ser patética por venir desde el lugar a donde nadie se animaba a ir. Apenas llegó, el cura lo abrazó y sintió su cuerpo temblar agitado y una taquicardia que le abría los ojos redondos y perdidos. El cura lo abrazaba más fuerte pero el chico quería correr, y al rato quería abrazar al cura fuerte, y correr, y abrazarlo, y así estuvo un rato hasta que pudo quedarse más o menos quieto y, en un vómito verborrágico, empezó un relato que empezaba por el final, seguía por el principio, y mezclaba las oraciones según movía su cabeza. Ya más calmado pudo hablar con más claridad.

– ¿Qué te pasó? – le preguntó el cura.

– Llegué a las casas, pero no vi ninguno…, en las casas no vi ninguno…

– Y ¿entonces?

– Y me estaba por volver pero escuché como una risa y me acerqué al barranco, que se ve menos porque sube un poco, pero cuando miré para abajo, abajo no había bruma, y los vi.

– ¿Qué viste? – preguntaba el cura realmente intrigado y un poco asustado viendo el verdadero estado del chico.

– Vi los duendes. Dos duendes. Uno sostenía un cabrito de la cabeza y el otro lo miraba y se reía. Se reía mucho. Era la risa que yo escuchaba…

– Y ¿qué pasó?

– Y apenas los vi así, el que se reía levantó la cabeza… ¡y me miró! ¡Y salí corriendo!

– Pero ¿corriste porque te seguía?

– No, porque su mirada me llenó de terror.

Después del episodio, el chico ya se había calmado gracias a contar la historia una y mil veces seguidas por minuto. Ya empezaba a recuperar algún aspecto varonil y se había sentado con todos los demás que no estaban mucho más lejos de la tapera que antes. Cuando el cura se paró como para continuar con la caminata, el chico se calló un momento.

– No… – dijo de repente -. ¡No nos vayamos! ¡Vamos todos juntos! ¡Vayamos a la tapera todos juntos!

Al cura le gustó esa actitud, y vio que el chico, si bien era arrogante, era valiente en serio. Él había sentido el pánico de ese chico cuando lo abrazó, y por un rato largo. Y el mismo cura no tenía tantas ganas de ir a ver qué había en la tapera. Pero la actitud del chico era para destacar. No podía fallar en esa. Se puso de pie disimulando sus nervios, y dijo «¡Sí, vayamos todos!».

El grupo se paró y, aunque ya eran pasadas las siete de la tarde y la bruma estaba más oscura, el grupo, liderado por el chico, entró a la tapera. Todos, de a dos o tres, revisaban rincones y pasos, y el chico, con otro, fue directamente al barranco. El cura revisaba un rincón cuando escuchó, como lo escucharon todos, un quejido que partía el silencio ritual de la montaña. Una estampida de jóvenes corrió nuevamente lejos de la cabaña, mientras que el cura, hombre criado en el campo, dudaba si el quejido no era el chillar de un ave nocturna… No podía resolver qué ave, aunque reconocía que el quejido le heló la sangre.

Una vez reunidos todos nuevamente emprendieron el regreso al refugio.

– Y, al final, ¿viste algo en el barranco? – le preguntó el cura al chico.

– No… no los vi. Solo el cabrito… Solo vi el cabrito cuando escuché el grito del duende…

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