/El campeonato

El campeonato

El buen general vence, y allí se queda. Vence y no se jacta, vence porque es su deber.
Lao-Tsé

 

I

En la mitad de mi infancia mi abuelo Enzo, eterno amante de Elisa, falleció una noche fría llena de estrellas fugaces. Lo encontraron tirado en el piso de la cocina con lo ojos vacíos, fijos en el amanecer. El certificado médico, avalado por la autoridad pertinente, dijo que el infarto había sido fulminante y madrugador. Al parecer el corazón sólo lo dejó llegar a pocos centímetros de su remedio. Sus dedos rozaron el cristal ambarino del frasco aunque su intención no pasó a mayores. Pero yo sabía la verdad: mi abuelo sufriente se arrastró de rodillas tras la medicina, mientras alguien se la ofrecía y se la negaba como en un juego.

Durante el velorio mi tía Clavel permaneció impasible bajo el efecto de cuarenta rosarios seguidos en cámara lenta, varias copitas de licor de huevo y dos Rivotril, aunque temblaba bajo la blusa de seda negra y puro luto. Mi abuela Elisa, entre marañas de dolor, se percató de la situación que aquejaba a mi tía porque le conocía todos los llantos y los temores. Clavel amaba a mi abuelo Enzo, él fue quien, en una batalla judicial, le había arrebatado su custodia a sus padres Edmundo y Griselda -él alcohólico y ella ninfómana por curiosidad y coleccionista de arañas. Mi tía tenía el carácter curtido por las terribles palizas que le daban sus progenitores y por las carreritas de arañas que hacía su madre en su espalda asustada. Siempre seria, con rictus de verdugo, a pesar de eso no le podía ocultar nada a la anciana.

Los padres de Clavel quisieron apelar la decisión judicial pero perecieron en un accidente causado por un auto desbocado, sumado al alcoholismo de Edmundo y a un líquido de frenos extrañamente ausente culpa de un tajo sospechoso.

Cinco días después del funeral mi abuela Elisa mató a mi tía Clavel. Nunca supe si fue porque ella le negó la medicación para el corazón a mi abuelo o porque mi abuela quería seguir el juego hasta coronarse con el campeonato.

Fui testigo del hecho desde una diagonal de sombras. La vieja casona estaba plagada de fantasmas melancólicos que deambulaban por las habitaciones derruidas. Agotado por tantas pesadillas sobre mi abuelo Enzo reviviendo en su ataúd y llamándome a los gritos me levanté a tomar agua. Fue entonces cuando escuché jadeos y ruidos extraños que se acercaban a la cocina. Busqué un escondrijo y me quedé ahí. Entonces, desde mi refugio de oscuridad, vi a mi abuela arrastrando a mi tía Clavel, quien estaba embriagada por el láudano que ésta solía usar para tales ocasiones. Con esfuerzo la haló sobre las baldosas amarillas y rojas. Puso una silla frente a la heladera y, con denuedo, consiguió levantarla y sentara en ella. Con amor de madre le sacó las pantuflas y con una mirada desquiciada mojó el piso bajo los pies de la mujer dormida. Tomó una escoba y con el palo  le levantó el brazo; después de dos intentos fallidos logró que la mano se apoyara sobre la manija de la vetusta heladera Saccol tropical. La electricidad recorrió el cuerpo de mi tía Clavel provocándole movimientos convulsos. Se escuchaba cómo los dientes se partían al golpearse unos contra otros hasta que saltaron los fusibles y los ojos de mi tía se salieron de sus cuencas.

En las penumbras oí a mi abuela suspirar de placer.

Afuera comenzó a llover luces y adentro los espectros sintieron frío.

II

Durante generaciones mi familia usó un medio de esparcimiento un tanto inusual que con el paso del tiempo se convirtió literalmente en un asunto de vida y muerte. El método era muy sencillo: asesinar a alguien de la parentela de manera que pareciese un incidente nefasto y natural. Éramos un clan numeroso pero, gracias al Campeonato (ése era su nombre), fueron despareciendo uno tras otro los miembros víctimas de accidentes o de un patatús asesino; muchas fueron las formas empleadas: una maceta traicionera que caía desde un balcón cómplice, una víbora insomne y ponzoñosa dejada  entre las cobijas de la cama, alguno que otro mate cebado con estricnina y menta, la salida de gas de un calefón estropeada generadora de una explosión casi nuclear… Todo procedimiento era válido, mientras no creara perspicacias en las autoridades y pasase como un hecho desafortunado.

No había premio, sólo la supervivencia y la vanidad por ser el ganador; el último jugador sobreviviente se quedaba con el campeonato. Todos participaban aunque no quisieran hacerlo, tíos, sobrinos, nietos, nueras, yernos, hijos, padres, abuelos, en fin, cualquiera al que por las venas le corriese sangre con nuestro apellido.

Al fin, después de décadas, sólo quedamos mi abuela y yo. Los supervivientes del juego. Los aspirantes a quedarse con el Campeonato.

Al árbol genealógico se le fueron cayendo las hojas en un otoño buscado.

III

Como era de esperarse la situación en el viejo caserón se puso tensa. Con mi corta edad sabía a qué atenerme: mi abuela Elisa era una jugadora activa y productiva, creadora de las jugadas más truculentas y geniales. Me dediqué a vigilarla todo el tiempo; miraba su reflejo en la luna del espejo por la puerta entreabierta; ella, en su lecho, tejía a crochet las ausencias. Las pocas veces que se levantaba yo me iba corriendo y me escondía bajo un robusto ropero de roble ubicado en el largo pasillo, a dos habitaciones de la suya. Con terror veía pasar su depresión chancleteando sobre las baldosas brillantes y geométricas rumbo al baño.

Me gustaba permanecer bajo ese mueble, sintiendo el olor a historia familiar que emanaba la madera, como una fiera agazapada. Era mi pequeño universo.

En una de las ocasiones en que mi abuela Elisa iba pasando se detuvo frente a mi escondite. Vi sus pantuflas durante un segundo y luego me cubrió una penumbra ulterior.

Luego me enteré de que ella sabía que yo estaba refugiado bajo el bargueño; sólo le bastó ejercer un poco de fuerza sobre él para que se le vencieran las patas y cayera sobre mí el peso de la memoria de mi familia. Kilos y kilos de fuentes de plata, porcelana barata y ropa en desuso se vinieron abajo y me aplastaron. Acto seguido, puso un auto rojo de juguete en mi mano agarrotada; un juego de chicos que terminó en desgracia dirían las pericias policiales.

Mi abuela Elisa es la campeona, perduró a través del tiempo en un juego que se llevó a todos los integrantes de mi casta. Ahora vago aburrido por la casona en decadencia; cada tanto le gimo en los oídos cuando se está durmiendo y le tiro de las patas desde la oscuridad.

Será porque soy un mal perdedor.

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