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El extraño de la calle Chile

Años guardé esta historia. Tal vez por sentirme un poco reacio a lo paranormal, siempre un poco incrédulo, decidí crearme un pensamiento y explicarme que lo que me aconteció, fue solo producto de la sugestión. Pero ayer pasé por la calle Chile, después de mucho tiempo, y otra vez sentí lo de aquella noche.

Esto me pasó allá por el 2014. En aquellas épocas vivía mitad en mi casa natal, y la otra mitad en la casa de mi ex. Por cuestiones de movilidad y colectivos, circulaba mucho por la calle Chile de Ciudad. A todas horas y en todo momento del día, en cualquier estación del año, era un transeúnte normal de aquella transitada, pero solitaria calle.

Me encontré bajando del colectivo en la calle Chile a la altura de Colón. Recuerdo que era invierno, no recuerdo muy bien la hora, deben haber sido pasadas las doce de la noche. Era una de esas noches donde no rondaba un alma. Pero esto no es un decir; ni una persona, ni un auto transitando, ni siquiera algún animal doméstico furtivo. El frío helaba hasta los huesos y no había abrigo que apaleara el clima. Con las manos en los bolsillos apreté la barbilla al pecho y empecé a caminar rápido. El chasquido de mis zapatillas en el suelo era lo único que se escuchaba.

Pasé la calle San Lorenzo y fue ahí cuando todo se tornó extraño. Primero algunas luminarias de la calle empezaron a fallar. Esto no me llamó mucho la atención, es algo que pasa en todos lados. Pero después fue un apagón total. Toda la cuadra de la calle Chile, entre San Lorenzo y Montevideo, quedó en penumbras. Me paré en secó. Ajusté mis pupilas buscando las luces de la lejanía. Primero temí por mi seguridad, era presa fácil para los malvivientes si es que alguno aparecía. Después me invadió un miedo extraño que no había sentido nunca. La sensación de estar en compañía de alguien… o algo. Fue esta sensación la que me hizo girar en mi eje buscando…algo. Entonces las luces pestañearon y se encendieron nuevamente. Ahora no solo iluminaban, sino que refulgían en luz. Encandilaban tanto, que tuve que cubrirme la vista para poder soportarlo. Y después, como si nada, normalidad. Bueno, al menos eso es lo que parecía.

A mitad de cuadra, en el pórtico de entrada de una vieja casa mendocina de mitad del siglo XX, se encendía una luz. Bajo esa luz, un hombre. Por lo que alcancé a divisar, debía de ser mayor, de unos 60 o 70 años. Vestía con camisa y pullover, bufanda, bombacha de gaucho y boina. Apoyaba su hombro contra el marco de la puerta y dejaba descansar, así, su cuerpo. Yo estaba parado a 20 metros, no más. Me había quedado inmóvil después del incidente de las luces, pero no estaba lo suficientemente confundido como para advertir de que esa escena no estaba así antes. No había luz bajo ese pórtico, y lo más extraño, no había nadie. Quienes conocen esa cuadra de la calle Chile, entre Montevideo y San Lorenzo, sabrán que no hay prácticamente nada: locales comerciales y lugares abandonados. Al menos así era hace un par de años atrás.

Apelé a la racionalidad: “Debe ser un sereno, salió a ver que sucedió”, con eso en la cabeza, empecé a caminar. Cuando estaba a un par de metros, saludé antes de llegar: “Buenas noches” dije. No hubo respuesta. Di un par de pasos más hasta quedar igualados, y entonces, el horror.

De reojo busqué una cara, “tal vez sea un vecino, una cara familiar que conozco de pasar tanto por ahí” pero no había rostro familiar. No había rostro.

Era algo similar a una cara, pero no había facciones. No tenía ojos, no había boca…no había nariz. No era una malformación o una enfermedad. Era algo más. Y ese algo más me siguió con… ¿La mirada? Podría decir que me estaba mirando, pero con qué.

Con el corazón exaltado, incliné la cabeza y lo miré fijo, como si no pudiera dar crédito a lo que estaba viendo. No pude correr, no me salió gritar… no me salió nada. Mis pasos me guiaron rápido para alejarme de esa presencia. Empecé a darle la espalda, a dejarlo atrás. A cada paso volteaba por sobre mi hombro para verlo. Y ahí seguía, parado en el pórtico, estático, como observándome. Antes de cruzar la calle Montevideo, giré por última vez. Y digo por última vez, porque cuando volteé, ya no había nadie. No había luz donde el pórtico antes se iluminaba. Y no había rastros de aquel hombre sin rostro.

Pasé mil veces después por ese lugar. Pasé de día, de noche, solo y acompañado. Y nunca volví a ver ni sentir nada extraño. Los años pasaron, por cuestiones de la vida transité ese tramo de forma esporádica, y siempre desde un auto o colectivo. Como ayer.

Ayer iba en colectivo por la calle Chile, era de noche, seguramente pasadas las doce. El ómnibus pasó la calle San Lorenzo, y la luminaria de la calle estalló en oscuridad. Por dentro, un escalofrío me erizó el alma, como años atrás. Cuando el micro pasó frente al pórtico, una tenue luz empezó a tintinear. Clavé la mirada, pero no vi rastros de aquel hombre. Sólo una luz que tintineaba cada vez más y más fuerte en la penumbra de la noche, en un pórtico de entrada de una vieja casa mendocina olvidada en el tiempo, ahí en la calle Chile.

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