El artefacto explosivo ya estaba instalado en el Fiat 147, una enorme cantidad de dinamita distribuida entre el motor y el baúl. Sumado al tanque lleno de combustible. A veces pensaba que esto podía activarse solo, pero suspiraba profundo y continuaba mis tareas.
Le habíamos polarizado todos los vidrios con el tono más oscuro, por el lado interior habíamos pintado con negro, era imposible ver qué había dentro ni siquiera plena luz del día. Estaba sucio y no levantaba ningún tipo de sospechas, además de ser uno de los autos más vendidos del país. También le habíamos adulterado la patente, por si alguien lo reconocía en la calle. Tenía otras llantas y un abollón grande en el guardabarros hecho por nosotros. El Pampa hizo la humorada de ponerle el calco de una bomba con la leyenda “tres al cubo”, porque según él eramos tres planificando un golpe que debían hacer veintisiete personas. No estaba muy lejos de la realidad, pero de lo que estábamos seguros era de que nadie más se podía sumar a esta empresa.
Lo más difícil fue coordinar el aumento de las marchas, pero luego de varias pruebas, logramos automatizar el sistema de embragues. Era realmente espantoso escuchar cómo levantaba revoluciones el destartalado Fiat para poder meter la marcha siguiente.
Una cámara instalada en el motor nos ayudaría a maniobrar el coche bomba sin necesidad de estar sobre él y, luego de la colisión, no quedarían rastros de ella. Era poco recorrido y la mayor parte del camino iría en línea recta por la calle San Martín, el radiocontrol había quedado perfecto, todas las funciones andaban de manera correcta. Para su conducción bastaba que cada perilla anduviese bien. De esto se encargaría el Pampa, debía estar completamente concentrado en el recorrido… sobre todo en el botón de explosión alternativo por si el impacto no hacía detonar los casi ochenta kilos de dinamita.
Teníamos un radio de 3 kilómetros para conducir de manera remota el auto, pero operaríamos los tres desde el mismo lugar, sobre la Toyota, por ende nos debíamos ajustar al radio del drone, que solo era de 2 kilómetros.
Luego de dos meses de uso intenso, había aprendido a manejarlo de manera excelente. Habiendo desactivado todos los dispositivos de seguridad, podía estamparlo contra lo que quisiese. La altura me iba a permitir sortear cualquier tipo de obstáculo. Además, el ruidoso aparato llevaba una carga de 22 kilos… compuesto por varios litros de ácido nafténico y ácido palmítico, el famoso “napalm”. Un pequeño explosivo de contacto colocado en la parte superior haría de chispa… y no habría agua que apague el incendio que produciríamos. Iba a tener que estar un tiempo en el aire y ser manejado mientras conducíamos. Algo me quedó de mi viaje a Vietman y la visita al Museo de la Guerra.
El Toro iba a conducir la Toyota disfrazado de policía, habíamos hecho un trabajo espectacular entre pintura y ploteado. Era exactamente igual a una camioneta de la policía, con sus logos, sus colores, la sirena y protección. Además habíamos duplicado los logos del Escuadrón Antibombas en las puertas, lo que le daba un aspecto intimidante. Por las dudas habíamos retocado el motor de la camioneta instalándole un chip de potencia, por si teníamos que acelerar más de lo esperado.
El albañil solamente debía estar atento por si aparecía alguien mientras el Pampa y yo piloteábamos nuestros juguetes. Íbamos a estar en la calle Güemes de San José, a media cuadra de la Terminal de Ómnibus y a un kilómetro y medio del epicentro de nuestro objetivo. Era imposible que el rango de ambos aparatos fallase. Sumado a que teníamos vía directa a nuestro destino, no transitaba nadie de noche por esos lares y no levantaríamos sospecha alguna.
Además de los ajustes mínimos al traje de policía robado para que le quedase bien al Toro, falsificamos una matrícula oficial completa, con un Documento Nacional de Identidad adulterado. El Pampa y yo nos metimos dentro de los trajes antibomba que habíamos armado, dos armaduras verdes y negras enormes, que nos hacían parecer astronautas y escondían nuestro rostro por completo. Llevábamos una enorme caja de herramientas, un grupo electrógeno portátil y dos enormes escudos anti impacto que no daban lugar a dudas de nuestra ficticia función: desactivar bombas.
Ninguno de los tres se podría equivocar, nada podía fallar, había llegado el gran día, teníamos todo planificado a la perfección, el mínimo error tiraría abajo todo el plan.
Continuará…