El Toro y el Pampa estaban con el auto en marcha, escondidos en el mismo lugar, esperándome impacientes. Con las luces apagadas y listos para salir. Llegué completamente mojado, agitado y rendido, ahora notaba el cansancio por el peso y los nervios de correr mientras podían verme o quizás tropezar y volar por los aires.
El resplandor que antes se veía a lo lejos, ahora era un oscuro páramo, se ve que el trabajo de del Pampa había sido muy efectivo. Se escuchaban a los lejos las sirenas, que rompían con el silencio de la noche y la paz nocturna del lugar. Al divisar el auto me había relajado y, sin dejar de correr hacia él, estaba haciendo memoria de cuantas caras me habían visto o si habíamos dejando algún cabo suelto. Para cada operación procurábamos utilizar doble guante. Nos poníamos primero unos de latex bien ajustados a la piel y sobre ellos otros de trabajo. De esta manera era prácticamente imposible dejar huella digital alguna.
Teníamos que volver a Mendoza a toda prisa, si descubrían el faltante sin dudas podrían alertar a la policía o gendarmería. Pero esto sin dudas iba a tardar bastante. Primero tenían que hacer volver la luz, luego percatarse de que faltaba la dinamita.
Había procurado sacar las cajas del fondo y simular que nada faltase. De todas maneras en cuanto se dieran cuenta avisarían a la policía y habría un tipo de investigación, quizás que en algunas cámaras del lugar nos puedan ver, pero los cascos ensombrecían nuestros rostros, así que estábamos a cubierto.
Subí al Focus, el Pampa aún estaba agitado. Nos saludamos entre risas nerviosas. “La cagada que les dejé” fue el comentario del banquero que nos hizo estallar en risas. Hicimos un inventario rápido de actividades y herramientas utilizadas para corroborar que no nos olvidamos nada mientras el Toro conducía por los caminos de tierra serpenteantes. Por suerte nadie nos cruzó en el camino.
Cargar con esto era casi tan peligroso como transportar cocaína, así que mientras antes estuviésemos en Dorrego, mejor. Además por la mañana mi esposa me iría a buscar al Aeropuerto, de mi teórico viaje a Buenos Aires. Antes de llegar a Calingasta ya nos habíamos deshecho de toda la ropa. Paramos en la ruta, acomodamos todo en una pila y lo cubrimos con piedras y yuyos, era imposible que lo encontrasen rápido. Llevábamos la dinamita escondida dentro del habitáculo y conversábamos sobre lo que acabábamos de hacer. El Pampa había hecho su parte y escapado sin ser visto, yo había tardado un poco más por el peso, pero corrimos a tiempo record para nuestro escaso entrenamiento.
El único momento que pasamos con nervios fue el control entre Mendoza y San Juan, pero dada la hora, casi las cuatro y media de la mañana, la garita de seguridad estaba desolada. Solamente bajamos la velocidad y seguimos camino a Mendoza. Fueron segundos que nos parecieron eternos. Aún quedaba el control en Lavalle, pero si en este no había nadie, en aquel habían menos posibilidades. Pero no fue así… al llegar a Jocolí la garita de seguridad estaba encendida y un oficial parado en el medio de la calle nos esperaba. Sobre la banquina había una moto con la sirena encendida que se veía a lo lejos. Los tres suspiramos profundo, el Toro apretó el volante. En un segundo pensé en que no teníamos ningún tipo de arma para diezmar al oficial ante un hallazgo desafortunado. Desaceleramos, la ruta 40 es recta y no hay chances de escapar. El milico nos hice señas con la mano, para que nos detuviésemos. Sentí un nudo en la garganta que comenzó a asfixiarme. Se nos caía todo el plan por un maldito policía. Paramos, el albañil bajó el vidrio. El oficial pidió documentos del auto y miró dentro. Preguntó por el dueño del auto, el Pampa le pasó sus documentos, lo iluminó con una linterna, directo a la cara, mientras el banquero intentaba tapar con sus pies kilos y kilos de dinamita. ¿Hacia dónde se dirigen?, preguntó el azul, luego de responder nos devolvió todo y nos dijo que continuásemos. Fueron los segundos más terribles vividos en los últimos meses, ni siquiera los robos nos habían puesto tan al filo del colapso.
Hora y cuarto más tarde llegamos a Dorrego, colocamos la dinamita en una de las habitaciones. Habíamos tapiado las ventanas y alejado todo rastro de humedad. Estábamos exhaustos y sucios, pronto amanecería, así que nos bañamos y nos fuimos al aeropuerto. Esa mañana yo debía “llegar” de Buenos Aires e ir a mi trabajo. Mi esposa me pasaría a buscar. El Toro también debía volver a su hogar, luego de haber “trabajado en la obra todo el fin de semana”.
La noticia del robo no hizo eco ni siquiera en los diarios online de Mendoza. Salió algo un par de semanas después en un sitio web de San Juan y no se supo más nada al respecto… mientras tanto, en la habitación de nuestra oficina, teníamos dinamita para volar un estadio.