Junto al lunar de Enrique Iglesias, la comida saborizada con anís y los buzos de polar, este sujeto, el idiota extrovertido, se posiciona entre las cosas que más me cuesta tolerar. Tal vez no se acuerdan, pero estuvo al lado nuestro todo el tiempo y lo pretende seguir estando. Fue ese enano de la primaria, que te preguntaba si tus papas estaban separados, casi sin conocerte. Era esa señora ansiosa de la fila del supermercado recomendándote con entusiasmo cierto detergente, obligándote a quitar los auriculares. Era el tío de tu novia, que en los almuerzos familiares te hacía bromas sobre el tamaño de tu pito, escupiéndote pedazos de arroz con pollo mientras se reía al borde de un infarto.
Me resulta muy difícil no querer suicidarme cuando establezco una conversación con él. Sueño con algún día dejar de ser tan cobarde, verlo a los ojos y decirle “no quiero escucharte nunca más en mi vida, no lo tomes como algo personal”, pero no me sale. Soy de los tipos que se les queda mirando fijo, pero no a los ojos, sino al tabique, que produce la misma sensación óptica, sin tener que incomodarte por el contacto visual. Esto te permite salvar el tiempo perdido y en paralelo poder reprogramar tu semana o recordar si falta queso rallado en casa. Pero la mosca monologal cada vez se acerca más, toma más vino y habla más fuerte. Padece una suerte de tartamudez neuronal y nunca tiene vergüenza, es irreversible.
Hace unos días me encontré con quien les hablo. Al saludarnos, me gritó sobre el tímpano izquierdo que me conocía. Hice todo lo posible para no preguntarle de donde, pero lo reiteró cinco veces en los primeros treintaicuatro segundos de conversación. No me quedó otra opción que decirle, “ah, de dónde”. Así, como suena, sin interrogación. Me contestó que había ido a un recital de Bajo Efecto, una banda que tuve en mi adolescencia y que después nos volvimos a cruzar en un casamiento, por lo que agregó “¿Te acordás de la morocha alucinante de vestido azul que bailaba al lado de la barra?” Antes de que yo terminara de suspirar un no, acotó “era mi mujer, pero me divorcié, cogetelá, si querés te paso su número”.
El tipo vendía su historia como si fuera un CD MP3 con música latina en un colectivo de línea y no te prestaba en ningún momento la palabra.
Corté tajantemente con la conversación y le dije “discúlpame, tengo que ir al baño”, pero no como lo dice la rubia del boliche, se lo dije genuinamente. Me levanté del sillón con nauseas, fiebre y pánico. Me recordó a mi pubertad, cuando vomitaba en silencio los dieciséis alfajores de maicena que me comía a escondidas en la mediatarde. Al volver me senté en el extremo más alejado de su radio y observé con atención todas las peleas previas a la de Mayweather. Algo aburridísimo para mí, ya que el boxeo me interesa tanto como las células eucariotas. Sin embargo, mirar dos millonarios gateando en un ring, era el escenario menos hostil frente al blablaberío de quien les hablo.
Mientras digería mi primer puñado de maní, contemplando los torsos aceitados de los luchadores, el genocida del silencio volvió a provocarme un nuevo espasmo, “Francisco, Francisco, mira, escuchá esto”, dijo, mientras reproducía con el altavoz del celular una canción pop melosa horrenda. “Algo así tenés que hacer con Bajo Efecto”, me aconsejó. Le expliqué por cuarta vez, que desde hace ocho años no toco más en esa banda, por que el cantante quiso apuñalarme en nuestro último ensayo.
Por su lado, mi amigo Joel, que es una persona fantástica, pero totalmente intolerante cuando hay una pantalla con deporte en frente, mordía sus muelas como anfetamina de after y buscaba algún objeto de hormigón o mármol, para tirarle por la cabeza. La noche se había transformado en un pacto tácito de dolor, con cualquier esperanza de confort exprimida sobre el discurso de este idiota ¿Pero quién dijo que una vez que tocas fondo, más no vas a caer?
Siempre pensé que una guitarra criolla era el mejor adorno que un hogar podría tener. Hasta ese momento, en el que Humberto, sí, te invoco, Humberto, comenzó a brindar un show tributo a Maná y León Gieco. Sentí en aquel momento, lo mismo que cuando se separaron mis padres por primera vez. Mi psicólogo, dice que se trata de una rigidez emocional que me protege superficialmente de posibles traumas futuros. Y así concluí la noche, alienado, tiritando y con estrabismo.
Ayer, mientras escribía esto me percaté de lo mucho que me gusta tocar la guitarra en cualquier reunión social y de lo insoportable que pueden llegar a ser mis palabras cuando se embriagan. Me pregunté con mucho miedo ¿Yo también seré un idiota extrovertido?