Durante los fríos meses de invierno suelo olvidar cuanto detesto el verano, si intento apalearlo abrigándome, mis movimientos se ven reducidos a los de un muñeco de torta, pero es la única manera de soportarlo; y a decir verdad, algo se soporta. Pero con el calor es diferente, no me refiero a unos agradables 30 o 32 grados, me refiero a esas interminables jornadas de 38-40 a las que nos tiene acostumbrado el verano mendocino, que para colmo no amaina al caer la noche.
Al inclemente sol estival debe sumársele los elementos de tortura que nos regala la sociedad moderna, la camisa mangas largas, la corbata con nudo ajustado, los zapatos que aprietan y a medida que se extiende la jornada laboral, cada grito, reto o mala noticia en la oficina:
“Tenes que mudarte de oficina, allá al fondo, al lado de los archiveros”… La corbata comienza a estrangularte
“El aguinaldo va a estar depositado después de las fiestas”… La camisa se te pega en el cuerpo.
Y lo peor… “las vacaciones te las vas a tomar en la segunda quincena de febrero.” 45 días después del aguinaldo, pegado al comienzo de clases, pensas que tal vez seria una buena opción salir de campamento, pero a tu esposa no le gusta. ¿Cabañas? Mas caras que salir de vacaciones. No queda otra que quedarse en casa y rogar que la pelopincho este sana.
Ahí, cuando terminas de pensar en todo esto, los zapatos te empiezan a apretar, las medias te estrangulan como si fueran cuerdas ceñidas a tus tobillos. Y caes en cuenta que para colmo, se te está subiendo la presión, así que si no queres terminar internado. Olvidate de ir por un café o despejarte fumando un pucho, solo rogas para que termine tu día y en casa estén todos de buen humor.
Son las 5 de la tarde de una jornada particularmente pesada, enclavado en un febrero irremediablemente caluroso. El aire del auto esta roto desde mayo, me prometí a mi mismo tenerlo arreglado para esta época, pero hubieron cosas mas urgentes que solucionar y lo postergué.
El transito es lento y pesado, el colectivo se me atraviesa por delante, imponiendo ese enorme armatoste, como diciendo “dale, anímate, no seas cagón”. El tachero me encierra, el peatón cruza por donde se le ocurre, el ciclista se mete en contramano.
Estoy a mitad de cuadra, el semáforo lleva tiempo en verde, acelero, cambia a amarillo cuando estoy a 5 metros de la esquina, piso a fondo. Justo cuando estoy cruzando la esquina veo por el rabillo del ojo una sombra, sostengo fuerte el volante anticipando el viandazo, escucho una frenada, y el ruido de una mica rompiéndose, pero no era la mía, era la de una camioneta. Pensé en irme, pero me dio algo de culpa el saberme responsable del choque, o de curiosidad, que se yo.
– ¡La puta que te parió! ¿Como te vas a atravesar así?
– ¡Si vos te mandaste en rojo la concha de tu madre!
El otro conductor era un petiso raquítico, se veía justamente como la clase de persona a la que podría romperle la nariz de un golpe; y todo apuntaba a que esto terminaba a las piñas, hasta que llegando al frente del auto vimos el reguero de sangre que había dejado el motociclista que arrancaba en la mica de la cual colgaba un pedazo de pantalón ensangrentado. Ambos nos acercamos al hombre, de su muslo emanaba sangre de a pulsos, le abrí el casco, estaba blanco como un papel y apenas podía hablar.
Me detuve por un segundo a mirar con atención al otro conductor, lo vi tan dubitativo como yo; y ninguno había llamado a la policía. Levanté la mirada, no había un negocio cerca, ningún auto detenido, éramos los únicos testigos de lo sucedido.
– ¿Qué le vamos a decir a la policía?
– Lo que pasó.
– ¿Y qué fue lo que pasó?
– Pasaste en rojo.
– No, yo pase en amarillo, vos pasaste en rojo, lo que pasa es que venias mirando el teléfono – Hizo una pausa, había acertado, estaba distraído.
– No… vos, vos fuiste el que se me atravesó.
– ¿Estas seguro? ¿Y si el que se atravesó fue él? – Me miro por un segundo, entendió perfectamente lo que intentaba decir.
La gente comenzaba a agolparse alrededor de la escena, tenía el teléfono en la mano, hacia como que llamaba a la policía, pero traté de postergarlo lo más posible, era cuestión de segundos, la sangre comenzaba a salir con menos presión, no porque la herida hubiese cerrado, sino porque quedaba cada vez menos en su interior. Marque al 911, la ambulancia llego a los 10 minutos, el pobre infeliz no tenia pulso.
Cuando llegó el momento de declarar, ambos dijimos más o menos lo mismo: “el tipo de la moto andaba como loco, y aceleró aun mas al ponerse en rojo el semáforo, la camioneta frenó pero el golpeó el frente con el manubrio. Yo solo lo había visto por el espejo retrovisor.” Nos hicieron varias preguntas, pero antes de las 21 ya estábamos afuera.
Salimos al mismo tiempo pero no cruzamos mirada.
Llegué a mi casa justo para el noticiero que estaba dando la noticia, el muchacho había muerto camino al nosocomio, Pablo se llamaba y tenía 22 años. No pude evitar pensar en lo frágiles que somos, mi vehículo no tenía un solo rasguño, la camioneta tenía un abollón y una mica que seguramente pagaría el seguro, la moto tenía solamente el manillar torcido, incluso el muchacho se veía sano, si es que se puede decir algo así, de no ser por el profundo corte por el que se fugó su vida, aparentaba ser una persona robusta, vital.
Diciembre otra vez, un día de calor sofocante que en realidad me era indiferente porque el aire ya funcionaba a pleno, salí una hora antes de lo previsto del trabajo, todo parecía marchar viento en popa, hasta que en un semáforo se me cruzo una moto por delante, alcance a frenar de pedo, el pelotudo también freno y no se ahorró piropos hacia mi persona, pero lejos de responderle me volví a meter al auto, la moto, él, incluso la ropa y el porte del pibe lo hacían idéntico a Pablo. Ahí me di cuenta que había pasado un año del accidente; y en realidad no estaba seguro de cómo se veía el chico al momento del siniestro, si era como el que me acababa de cruzar o solo le había puesto ese aspecto en mi mente.
El teléfono sonó apenas encendí el motor, lo ignoré, volvió a sonar, y así insistentemente hasta que me vi obligado a detenerme para atenderlo, era mi mujer.
– ¿Amor, donde estas?
– Voy camino a la casa.
– Te esta buscando la policía.
– Deciles que estoy llegando.
– ¿Pero qué paso gordo?
– En casa te explico.
Me agarré al volante firmemente intentando calmar mi temblor, pero era inútil. Tenia que tranquilizarme, tal vez me llamaban solo para declarar, para cerrar el caso, no podía ser otra cosa, ya había pasado mucho tiempo.
Al llegar a mi casa me encontré con dos oficiales en el frente, se veían serenos mientras charlaban con mi esposa, me volvió el alma al cuerpo, no podía ser nada malo. Apenas me vieron llegar, la expresión de los tres se transformo, no esperaron a que me bajara, simplemente me sacaron del auto y con la jeta en el capot me esposaron. No me dejaron ni saludar a mi esposa, o al menos darle una explicación aunque por su mirada acusatoria dudo que la necesitara o la quisiera.
En la fiscalía comenzaron a interrogarme mientras seguía esposado, repetí al pie de la letra mi declaración, el fiscal me preguntó si quería modificar lo declarado, le contesté que no.
Ordenó a los policías del lugar que me encerraran en la celda, no sin antes quitarme los cordones y el cinturón.
La celda era claustrofóbica, sin ventilación, el inodoro estaba tapado, el lavatorio cubierto por una especie de ¿oxido..?, si preferí creer que era solo oxido, me contuve las ganas de ir al baño, de tomar agua aunque no pudiera siquiera tragar saliva. Así sobreviví la primer noche, pero muy a mi pesar la llegada del nuevo día no cambió nada. Casi nadie me hablaba, y los únicos dos milicos que lo hicieron no tenían ni idea de que es lo que hacía allí, o no querían decírmelo.
Al mediodía me trajeron un sancocho de comida que asemejaba ser un puré y un vaso de agua, evité tocar el almuerzo pero tragué de un solo tirón el liquido, al tener el estomago totalmente vacío me dio un retorcijón que me tiró en la cama. Los calambres se volvieron incontrolables y debí hacer de cuerpo, además de lo asqueroso de la letrina, no contaba con papel para limpiarme y ya me lo habían negado varias veces, por lo que tuve que recurrir a mis medias.
Pase en total una semana encerrado en esas cuatro paredes sin recibir visitas ni explicaciones de mi detención, me terminé acostumbrando al olor, a la soledad e incluso a los sancochos que me daban dos veces al día; y entendí al fin a que se debía el color del lavatorio, tenía solo un par de medias y debía lavarlas para tener con qué limpiarme.
Cuando se cumplió exactamente una semana de mi martirio me comunicaron que iba a ser trasladado al penal de Bougne Sur Mer para esperar el juicio.
Nada de lo que había vivido me podría preparar para lo que estaba por vivir, me arrojaron a una celda en la que convivían quince presos, no había un solo hueco libre, había tres o cuatro personas por colchoneta en las que cada cuerpo se confundía con el siguiente. El aire era irrespirable, solo una pequeña ventana permitía entrar algo de luz y frescor, pero no alcanzaba a ventilar la pestilencia.
Una tarde me llamó el guardia, salí de mi celda, en el SUM me esperaba mi abogado, al fin pude ver algo de luz al final del túnel:
– Señor Gonzales, su situación es muy delicada, lo único que podemos hacer es pedir que se reduzca la pena por no tener antecedentes y por confesarse culpable, como ya hizo su cómplice.
– ¿Cómplice? ¿Qué cómplice?
– El señor Murillo, confesó primero ante su psicóloga y después ante el fiscal.
Resulta que el maricón este de Murillo se quebró solo, y justo se le ocurrió contarle a su psicóloga lo del accidente, con tanta mala suerte que esta mujer era la madrina de Pablo, el finado. A la mujer le chupo tres huevos el secreto profesional y grabó su testimonio.
En juicio abreviado el juez dio su sentencia “Abandono de persona seguido de muerte”, el abogado apeló y nos redujeron la pena a siete años. Recuerdo haber pasado por uno de los pasillos de tribunales y escuchar a alguien hablar de una ola de calor “44 grados se pronostican para hoy”, juro por Dios que hubiera aceptado 10 años con tal de que el termómetro nunca pasara de los 30.
Como una burla del destino me pusieron con Murillo en una celda común. Lo detesté desde el mismo día del accidente, pero saber que su cobardía fue la que me había traído hasta ese infierno me hizo odiarlo cada segundo un poco más.
En la celda que había pasado todo el mes de enero logré hacerme de algunos “amigos”, al menos dormía tranquilo, pero apenas llegué a mi nuevo hogar se escuchó “carne fresca muchachos”, intenté ignorarlo pero él no me ignoró a mí. Conseguí hacerme de un lugar contra la pared, en la que justamente se filtraba un haz de luz de uno de los reflectores, creo que era el lugar más seguro que podía esperar.
A medianoche se irguió ante mí una mole pestilente, Cococho lo llaman, se sentó encima mío y me obligo a hacer cosas que no necesito describir. No contento con esto me tiró media dentadura de un piñazo; y para peor se acostó a mi lado mientras me decía…
– Tranquilo, después te acostumbras y sin dientes la chupas mejor.
Me desperté por la mañana, pero era tal el calor que mi cuerpo estaba adherido al de Cococho, para peor, la sangre de mi boca se había secado y se me hacía imposible emitir palabra. Después de mucho esfuerzo, logré despegarme de él, tomé un poco de agua y con el resto me limpié la espalda. Ese día fue especialmente caluroso y para colmo el inodoro estaba rebalsado así que caminábamos entre nuestras propias heces.
Cuando me tocó ir al patio me senté en un rincón mientras los demás jugaban, la suela desgastada de mis zapatos me permitió sentir algo punzante bajo mis pies, miré para todos lados y disimuladamente lo levanté. Se trataba de un bulón de buen tamaño con algo de punta, verdaderamente no serviría para ultimar a una mole como el Cococho, pero podría perfectamente terminar con Murillo que dormía a un par de metros mios, me importaba, la idea de verlo ahogarse en su propia sangre me reconfortó durante todo el día.
Se hizo la noche, procuré no quitar la vista de Murillo para no equivocarme de persona, memoricé cada espacio libre que podía usar para llegar hasta él; y cuando todos estuvieron dormidos me levanté sigilosamente. Me arrodillé a su lado y le tapé la boca. Con el bulón lo apuñalé en el cuello, me detuve esperando ver como brotaba la sangre, pero apenas logré herirlo superficialmente, Murillo gritó, lo volví a apuñalar, esta vez con mas fuerza, pero apenas se hundía un par de centímetros, intente asestarle un puntazo en los ojos pero terminé lastimándome la mano. Frustrado abandone la idea de apuñalarlo y comencé a golpearlo con el puño, pero no tenía fuerzas como para rematarlo, apenas pude romperle el tabique, aunque quedó desahuciado y moribundo. Me di por vencido y me fui a mi rincón. A los minutos Cococho hizo su visita.
Estaba aplastado contra la pared cuando escuché la voz de Murillo, no podía moverme, estaba totalmente indefenso, pero uno de sus golpes dio en el rostro de Cococho, confundiéndolo conmigo. Intentó moverse pero el sudor y la mugre nos tenia unidos como a dos ratas. Murillo hizo lo único que podía hacer, morder el grueso cuello de mi obeso amante, la segunda mordida dio con una arteria, con sus últimas fuerzas sujeto a Murillo por el cuello. Ambos se fueron en sangre…
Terminé la noche con dos cuerpos encima mio, ahogándome sin poder moverme, la sangre coagulada en mi boca me impedía hablar… y la respiración de a poco se me fui apagando. Pasaban los días pero nadie se quería hacer cargo de esos tres cuerpos putrefactos. Recién una semana después tres guardias se dignaron a entrar a la celda, aun podía escucharlos.
– La concha de su madre, ¿que es esto?
– Tres muertos.
– Si, se que son 3 muertos, hablo de que están pegados
¿Saben lo que es el Rey de las Ratas? Cuando muchas ratas se juntan en un solo nido se quedan pegadas, primero son sus heces, después su pelo, y al final la sangre, es imposible separarlas.
Por la noche nos llevaron con un carrito hasta el patio, nos tiraron en un pozo poco profundo y con mucha paciencia nos cubrieron de tierra.