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El ritual

– Lo nuestro es amor o muerte – me dijo, y acto seguido, en un segundo que fue eterno se cortó las venas con una gilette.

¿Quien me creería que realmente yo no lo había llevado a cometer tremenda locura? ¿Que había un desequilibrio que se arreglaba con una pastilla diaria que él se negaba a tomar? No se. Debería haber hecho más, pero todo se ve tan nublado. Y a su lado los días eran igual.

Yo no hice nada más que intentar amarlo, por suerte el juez de la causa lo entendió y me dejaron seguir mi vida. Pero cuando algo tan drástico como una muerte ocurre, cuesta muchísimo volver a la normalidad. Muchas veces, nunca se puede.

Tenía que alejarme de todo aquello y me decidí a pasar un tiempo en Tupungato. En temporada baja los alojamientos son más baratos, tenia juntada una buena cantidad de plata y unas vacaciones mal no me vendrían. Conseguí una posada a unos pocos kilómetros de la villa de Tupungato en donde la dueña me hizo precio por la temporada. El aire puro, todo me ayudaría a volver a comenzar.

Los días empezaron a pasar de a poco. Habían noches en las que no podía dormir, otras en las cuales me ahogaba en un mar de lágrimas y otras en las que conciliaba el sueño al instante. La pérdida tan sin sentido de Elías me hacía sangrar el alma.

De a poco me hice amiga de Sandra, dueña de una proveeduría que hacía las mejores empanadas del sur de la provincia (o eso decía ella). Nos pasábamos varias horas compartiendo mates y anécdotas. Una tarde me comentó que hacía un tiempo que, cada tanto, desaparecía alguien, y por alguna extraña razón nadie salía a buscar a esa persona, como que nadie se enterase de su ausencia. Como que todos estuviesen “anestesiados”.

– Nadie sabe que es lo qué pasa, o porque pasa, la cosa es que se van y no vuelven más, y no es una o dos personas. En los últimos meses se han ido 20 personas ya.

Me resultó muy raro todo, pero decidí enfocarme en mi sanación interior y no le di mayor importancia al tema. Hasta aquella noche.

Justo después de las 23 me cayó el sueño, y en el momento en que estaba por apagar la luz de la cabaña, de pronto se cortó la electricidad. Abrí la ventana que daba a un bosquecito, esa noche estaba cerrada y sin luna, hasta que oí un estruendo. Algo dentro mío me dijo que salir era una muy mala idea, pero la curiosidad me podía más. Me acerqué a la puerta y abrí el picaporte, antes asegurándome que la navaja pequeña y el celular que llevo a todos lados seguían en mi bolsillo.

Traté de seguir el ruido dentro del bosque hasta que vi indicios de una fogata. Me acerqué y vi un fuego enorme y mucha gente alrededor de él, tipo una ronda, dándose las manos y con los ojos cerrados. Parecía una especie de ritual, y, al lado del fuego había una especie de pira y una mujer atada a ella con sogas, gritando desesperada. Aquello era un ritual macabro en donde la suerte no parecía estar del lado de la mujer atada, intentando con el celular a toda costa buscar señal para llamar a la policía me di cuenta que a aquella mujer la conocía, ¡era Sandra!

De mil pensamientos se me llenó la mente, pero intervenir en ese momento no sería lo adecuado porque aquellas personas me superaban ampliamente en número, y, por más que quisiese ayudar a Sandra, también quería seguir ilesa. Salí corriendo a la cabaña hasta que logré agarrar algo de señal y, como pude, traté de explicar la situación a la operadora que intentaba en vano tranquilizarme.

Cuando la policía finalmente llegó a Sandra le habían cortado una oreja y dos dedos de la mano derecha. En una fosa no muy lejana encontraron los cuerpos mutilados de todas las personas que en esos meses habían desaparecido.

– Es una secta muy peligrosa señora – me dijo uno de los policías, después de tomarme declaración indagatoria.

“Definitivamente en este mundo nunca se acaban las sorpresas” me dije a mi misma, hasta incluso alejada de todo las desgracias no cesaban.

Un tiempo después me enteré del caso de un nene en Santiago del Estero, víctima de una secta similar a la de Tupungato.

Ya pasado un buen tiempo, se que la mente de Elías estaba enferma, y nunca pudo salir de sí para pedir ayuda. Pero más enferma está la gente que, envuelta en un falso credo le saca la vida a los demás.

Hoy vivo mi vida investigando casos así de terribles, y, como siempre, amando a Elías, por siempre.

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