1
No habían puesto ni fecha ni hora para el escape, en realidad nunca habían hablado sobre eso; aparte del primer encuentro en el patio de la cárcel, jamás se habían visto. No había forma de que hubiesen podido pergeñar algo.
La Colt 45 esperaba ansiosa de sangre, envuelta en una toalla sucia, llena de migas de pastaflora con restos de dulce de pomelo en su mecanismo.
Enrique Córdoba se sentaba en su celda y se quedaba mirando por horas la pared, tratando de descifrar los mensajes ocultos en la pintura descascarada; a veces Córdoba veía los ojos de su María y enloquecía. Entonces trataba de romper la pared para buscarla.
Estaba en uno de esos trances cuando Víctor entró a su calabozo y, sin mediar palabra, le dio la Colt 45 a Enrique quien, sin inmutarse, la sopesó. Nunca tuvo un arma en la mano, la potencia de su físico era suficiente para romper puertas y cráneos con sólo su presencia. Hubo una conexión entre la pistola y Córdoba, inmediata, profunda e inseparable; las cachas del arma se incrustaron en la piel del hombre para nunca más separarse.
Víctor Espósito se imaginó que se tomarían un tiempo para ver cómo desencadenar los hechos, pero Córdoba amartilló la pistola y con ella se dirigió al patio.
2
Damián Bocanetti miraba al sol con los ojos entrecerrados. Le gustaban los mundos de fantasía que se le presentaban cuando hacía eso. Una maraña tornasolada de figuras que iban y venían entre sus pestañas. Estaba sentado en su silla de totora, recostado con la porra en las manos. En la punta del cigarrillo que fumaba se juntaron cenizas que cayeron estruendosamente sobre la camisa celeste. Los haces de luces en los filtros de sus párpados comenzaron a formar un pantano lleno de dragones ciegos. De pronto todo se oscureció. Bocanetti entrecerró un ojo y abrió el otro al todo, para ver quién le hacía sombra. Sólo alcanzó a ver un destello escarlata.
Córdoba y Bocanetti no tenían mala relación; Enrique tenía la característica de ser invisible por eso Bocanetti no pudo creer que Córdoba le descerrajase un tiro en plena frente que le hizo estallar la nuca. Cayó de espaldas y la porra le rebotó en la cara desfigurada, convulsionó unos segundos y se quedó quieto, mirando sin ojos.
El estruendo del disparo resonó en toda la cárcel, pero nadie pareció inquietarse.
3
El cura Ignacio se sorprendió con el sonido del disparo. Estaba escribiéndole un soneto a su amor de los ojitos verdes, las pecas en la nariz y en los pómulos, a la espalda ancha y esas manos que el sacerdote quería que lo acariciasen. Miró por la ventana de la oficina de la capilla y vio a dos reclusos caminando apresuradamente: su corazón cayó hasta su estómago al distinguir en la manos del hombre una enorme pistola. Entonces el pavor lo dominó: observó cómo su amor (el de los ojitos verdes, las pecas en la nariz y en los pómulos, de la espalda ancha y las manos hechas para que lo rozaran) se les cruzó en el camino, esgrimiendo una escopeta. El gigante disparó y la devoción eterna del padre Ignacio cayó, desangrándose antes de tocar el suelo.
El cura olvidó todo pudor y salió corriendo hasta el patio, levantándose la sotana para no caer. Tomó entre sus brazos al guardia derribado y se llenó de sangre la cara al besarlo; con lágrimas en su rostro el sacerdote miró a sus ojitos verdes, a las pecas en la nariz y en los pómulos, a la espalda ancha y las manos hechas para que lo acariciaran mientras repetía un mi amor con sus labios sufrientes. El padre Ignacio aspiró al estertor del otro.
Córdoba lo tomó del cuello y le puso la Colt 45 en la sien.
Con el sacerdote como escudo humano Víctor Espósito y Enrique Córdoba comenzaron a avanzar rumbo hacia el exterior.
Los barrotes oxidados se le iban abriendo a su paso.
Los guardacárceles no oponían resistencia ante el avance de los tres de los hombres, caían bajo el relámpago de la mirada enardecida de Córdoba, unas pupilas de fuego, ojos de demonio soñando.
Parecían ir a la velocidad de la luz.
En un momento entraron en un pasillo oscuro, con olor a años de nada. El afuera se intuía detrás de un portón de lata.
Salieron a la calle como si hubiesen sido paridos, con los ojos rojos el resabio de lo que vivieron en el presidio escurriéndose por su barbilla.
El cura Ignacio lloraba. Víctor se sorprendió por el estruendo de la ciudad. Córdoba miraba a todos y cada uno de los peatones indiferentes buscando a María.
Se sumergieron entre la civilización y desaparecieron. Salieron del útero.
La noche empezaba a gestarse detrás de tanto cable y edificio.
4
Doña Luli se sentaba todas las tardes a tejer bajo el techo de lata de lo que fue el taller metalúrgico de su esposo, hiciese calor o frío. Punto tras punto la lana roja iba haciendo bufandas -siempre hacía bufandas rojas, era lo único que tejía.
Ese día se sentó y tuvo una epifanía electrizante. Atrás del taller, en donde estaba el jardín, arriba de la madreselvas, se formó una aurora boreal, desenfrenada y escandalosa, con pocos colores y de una duración de una gota cayendo de una canilla rota.
Doña Luli se dirigió a la cocina con su artritis a cuestas. Puso la pava con agua sobre la hornalla. El fuego del fósforo contagió al gas y éste estalló.
La anciana se dispuso a mirar por la ventana.
No tuvo que esperar mucho, a través del cristal de la ventana pudo ver a dos sombras que caminaban hacia ella. Sigilosas, casi inmateriales, se acercaron hasta la reja de la puerta.
Sin verlo supo que Víctor estaba llegando, siempre lo sabía; que su Víctor, su niño rubicundo, inteligente y desadaptado estaba llegando, fuera la hora que fuera. Entonces, le hacía un té y se sentaban en la cocina y charlaban por horas.
Ella no dudaba de que la totalidad de las historias que le contaba su hijo eran mentiras, pero no le importaba; sólo quería escucharlo hablar.
Pero esa vez fue corta la charla. Ella los hizo pasar y le entregó todo el dinero que tenía, le dió la bendición a su hijo y sospechó en secreto de ese gigante que lo acompañaba y que acariciaba a la Colt 45 como si ésta fuese un gato dormido. Luego Doña Luli les dijo que se fueran, la policía estaría por llegar en cualquier momento. Fue la última vez que Víctor y su madre se vieron.
Afuera las estrellas azules bostezaban, somñolientas.
Continuará…
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