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El verdugo de los inocentes

David vivía algo alejado de la ciudad, exactamente a cinco kilómetros. Llevaba una vida tranquila, en pocas palabras, rutinaria. Despertaba todos los días a las seis de la mañana, desayunaba un café con tostadas y luego preparaba su mochila de viajero. En ella guardaba su vestimenta de trabajo, saco, camisa, pantalón y zapatos. Se ponía su ropa deportiva y salía a trotar hasta llegar al gimnasio donde realizaba algunos ejercicios. A eso de las ocho se daba una ducha, se calzaba su uniforme de trabajo y se dirigía a la oficina de abogados donde trabajaba con sus colegas.

Su horario de trabajo era el común, ingresaba a las nueve y se retiraba a la una de la tarde. Al salir siempre lo acercaba Oscar, un colega que vivía a unos kilómetros de él. Llegaba a su casa, se preparaba algo para comer y luego se dirigía nuevamente a la ciudad, solo que esta vez no iba trotando sino en su auto, a visitar a su hermana Roxana. Iba para charlar con ella, ya que su madre había fallecido hacia ya unos meses.

Pero ese día no fue rutinario… después de estar con su hermana, se dirigió al auto para por fin irse a descansar. En ese instante una voz llamó su atención, fue como un susurro… «quiero sangre». David hizo oídos sordos. Subió a su auto y comenzó el viaje de regreso a su hogar, luego de unos kilómetros esa voz se hizo escuchar nuevamente con más intensidad… «¡QUIERO SANGRE!». Fue tal el grito que el muchacho, asustado, perdió el control del vehículo, tiró el freno de mano, viró bruscamente y se estrelló contra un árbol, perdiendo el conocimiento. Al despertar se encontró en el hospital, los médicos le hicieron chequeos de rutina, no tenía nada grave, sólo una pequeña herida en la frente. Por pedido de los médicos tuvo que pasar la noche por observación.

Entrada la noche se encontraba durmiendo, entonces la voz extraña le habló de nuevo, esta vez fuerte, claro, gutural y estridente… – ¡te dije que quiero sangre!

David se despertó exaltado y preguntó – ¿Quién mierda sos? ¿Qué queres?

La voz dejó de ser voz y de la oscuridad se materializó una entidad, una figura, una especie de persona. Vestía totalmente de negro, sus ojos centellaban en un rojizo fantasmal y la piel de sus manos, única parte que se dejaba ver, estaba totalmente quemada. Carne y huesos putrefactos brillaban ante la penumbra. David quedó completamente paralizado… el hombre terrible se presentó con una pequeña mueca de costado – ¿No me reconocés?, soy el Diablo y si no queres morir ahora mismo será mejor que me des sangre.

David recuperó la movilidad y aturdido por el miedo tomó una jeringa, se la introdujo en su brazo y absorbió la mayor cantidad de sangre – Acá tenes, pero no me mates por favor.

Lucifer tronó con una carcajada al aire y se acercó a él. En un susurro leve le dijo al oído – no quiero tu sangre, quiero sangre joven, sangre inocente, pero no puedo tomarla… para eso vos me vas a ayudar, sino me quedo con tu alma. Vestite, salí de esta sala y andá a la de maternidad. Agarrá a todos los bebés posibles y llevalos al campo, una vez ahí matalos. Tenes que hacerlo antes del amanecer o tu alma será mía –  Luego de su petición el Diablo se desvaneció en el aire.

David tomó una actitud egoísta y cobarde, se vistió, se dirigió hacia maternidad y secuestró a tres bebés. Salió del hospital, robó un auto, dejó a las criaturas en el asiento que chillaban desesperadas y comenzó el viaje hasta llegar al medio de la nada. Una vez ahí, tomó conciencia de lo que estaba sucediendo y se arrepintió, bajó del auto y gritó hacia el cielo – ¡NO PUEDO!, no puedo matarlos –  Cayó de rodillas al piso, entre lágrimas y temblores balbuceó – Tené piedad de mí… por favor.

Entonces apareció Mefistófeles frente de su cara… – Matalos ahora mismo o te mato a vos – David entró en pánico, cerró sus ojos y lanzó con todas sus fuerzas a los bebés al suelo, matando uno a uno. Con un sonido brutal, los tres dejaron de chillar. El Diablo agachó la cabeza sonriendo de satisfacción y mirando el paisaje aterrador del suelo, al levantarla miró fijo al desconsolado hombre y le dijo – Te mentí, no tengo el poder para matarte, pero si el de engañarte, tu alma nunca fue mía, hasta hoy… vos decidís si morir ahora o seguir vivo. Tené en cuenta que si seguís vivo vas a llevar por siempre el nombre de «el verdugo de los inocentes».

David miró a su alrededor, la escena era funesta y vil, cruel, despiadada. Estaba de rodillas, rodeado de pequeños sacos de huesos y carne, sangre y piel, en el medio de la nada. La figura desapareció con los primeros rayos del alba. El abogado extendió sus manos y tomó una enorme roca, en completo estado de shock la alzó por los aires, miró hacia arriba y con toda la virulencia posible la dejó caer, estallando contra su cabeza. Ahora «el verdugo de los inocentes» pertenecía a las huestes del señor de la noche.


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