El crepúsculo se pintó de rosa en el amanecer del equinoccio. Los pájaros salieron de sus nidos, alborotados y cantando. Las flores abrieron sus vulvas coloridas y adolescentes con el néctar que excitará las colmenas.
Dulce primavera que sonríe. Sólo una primavera que despierta los candores hormonales que nutre la naturaleza en su carnaval multicolor, multiolor, multiperfume de paraísos en flor.
Las alas al viento van ensanchando la bandada y por todos lados se ve el vuelo premuroso al encuentro de pechos erguidos.
La ciudad escucha el murmurar, las manos ceden al impulso de abrir las ventanas y agitar pañuelos de colores al aire. Ellos se han adueñado de las calles, de los árboles, de las acequias entre chirridos excitados en el despertar de la vida.
Con los ojos húmedos observo la insolencia ejerciendo la libertad y la vida, haciendo digno el vientre que los hizo para volar.
¿Cuántas veces se tiene diecisiete años y el día entero para cantar? Sólo una primavera antes de que llegue el dolor de la adultez y estremezca los huesos con la fiebre del espanto.
No podemos impedirlo, no debemos evitarlo. Ellos son el fruto del orgasmo perenne que realiza sus propias utopías.
Ellos reclamarán lo que les hemos quitado con su brutal osadía y sin cargo de conciencia. Ellos tomarán el mando cuando seamos comida de gusanos y enterrarán con nosotros, y con razón, la historia más triste de sus vidas si no los dejamos vivir lo único que tienen: la alegría de ser quienes son en total libertad.
No les importa nada, y está bien, porque están sanos. No podemos condenarlos a la cárcel de nuestros miedos ni siquiera en el último suspiro porque los hicimos para que sigan aquí cuando nosotros nos vayamos.
Les heredamos los ojos pero no la mirada, los labios pero no la sonrisa; les dejamos una huella que borrarán en su deboque como jauría de lobos, como manada de leonas, como tropilla de caballos al galope de su latido.
Me atrevo a abrir la puerta al paso de la comparsa libertaria con la mochila llena de sánguches de milanesa en un taper, el vaso sicodélico con bombilla descartable en el que mezclarán sus menjunjes gualicheros. Les doy las gracias entre gritos y sollozos, les cedo el mando porque se lo han ganado. Ellos saben más que nosotros de qué está hecha la vida y me siento culpable de haberlo olvidado.
Por eso los aplaudo y celebro, porque en su fuerza vivimos todos lo que sea que nos quede por vivir, en su horizonte descansamos la esperanza, en su alegría se revuelca de pánico la muerte y el absurdo.
Ellos son libres. Dejo que vuelen al jardín nupcial de su preciosa pubertad y nos digan en la cara lo que merecemos escuchar por cobardes: ¡VIVA LA LIBERTAD, VIEJA!
Ya les quitamos demasiado, les queda la primavera, démosles ese regalo y que hagan lo que quieran.