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La casa de Chasquivil

Se hablaba por los pasillos del colegio, era un secreto a voces que fue tomando cuerpo, sumando detalles, hasta que, como la morena en el lago, el oleaje de rumores trajo nombres a la capellanía. El padre, ante tanto revuelo, y siendo «el cura», tuvo que echar luz sobre el tema del que tanto hablaban en el patio todos los alumnos del colegio, y decidió hablar con los nombres que deambulaban por ahí. No llamó a todos, sino a uno solo, al hijo del dueño de la casa, que lo sabía poco fantasioso y que le iba a decir la verdad.

– ¿Pero entonces es cierto? – preguntó el padre asombrado.

– Sí, padre. Los otros cuatro pueden venir a contarle la historia también… ¿Puede ser que existan estas cosas de verdad, padre?

El fin de semana prometía buen tiempo y, por primera vez, los chicos ya adolescentes, obtuvieron el permiso de los padres de uno de ellos para ir a la casa de Chasquivil, de la que eran los dueños. Una casa conocida por el lugar impresionante en el que está, cerca de Anfama, en los Valles. Los chicos llegaron a la tarde y el padre ya había arreglado con una señora de la zona que siempre los asistía a ellos cuando iban, para que les cocine.

Era una casa de fin de semana, una vieja construcción que tenía las particularidades en su distribución propias de las casas viejas. «La casa» eran en realidad tres construcciones independientes, aunque separadas por escasos metros unas de otras, donde en una estaban los dormitorios distribuidos en línea y con una galería que daba como a un patio, donde se encontraba la cocina, y al costado de esta había otra construcción similar a la primera, donde había una sala de estar y el comedor, también dispuestos en línea y con una galería que daba al mismo patio. Podía ser una casa «en U», sino fuera porque cada una estaba separada de la otra. En este último cuerpo donde se encontraban el comedor y la sala de estar, ambas habitaciones daban a la galería sin tener comunicación entre ellos, salvo por la pared que los separaba que no llegaba hasta el techo, sino que simplemente los dividía hasta tres metros de altura.

Era una casa de fin de semana, y como tal cada vez que se iban, todas las puertas se cerraban con candados para evitar no tanto el hurto como la invasión de animales salvajes de la zona. Así que al llegar los cinco chicos hicieron como acostumbraba la familia, y sacaron los candados atando las puertas con tientos, para que los perros no pudiesen empujar las puertas y hacer saltar las viejas cerraduras.

La tarde se fue habiéndoles dado un día excepcional y la noche los dejó cansados en la sala de estar. Ya habían comido y estaban sentados jugando a las cartas cuando, a las voces fuertes de los envidos y flores, las apaga el retumbar de un golpe en la puerta del comedor, que se escucha abrirse rápidamente. Los cinco chicos que estaban en la sala contigua enmudecieron. Por la pared baja que separaba el comedor de la sala de estar todo se escuchaba muy cerca, y oyeron con claridad a alguien entrar corriendo al comedor y tocar todos los platos y cubiertos que siempre quedaban ordenados en la mesa, junto con otros alimentos ya que hacía también las veces de despensa. Los chicos quedaron sin aire. El escándalo duró unos pocos minutos eternos, hasta que se escuchó otra corrida y un portazo que apagó el tiempo. Los chicos se miraron y se quedaron inmóviles varios minutos, hasta que el largo silencio de la noche los hizo reaccionar.

Todos coincidieron en que, si bien no escucharon ningún gruñido, lo que había entrado se parecía más a un animal que a una persona, pero un animal no podía alcanzar la vajilla ordenada en la mesa, y mucho menos a esa velocidad en la que una persona tampoco lo podría haber hecho sin romper algún plato o vaso de los que revolvió histéricamente. Ya no se aguantaban quedarse en la sala. Necesitaban ir a ver qué había pasado en el comedor.

Todos juntos se levantaron y salieron a la galería. Al llegar a la puerta del comedor, separada por unos pocos metros de la de la sala, los aterró ver que esta estaba atada con el tiento. Ellos habían escuchado claramente la puerta abrirse y cerrarse. No se animaban a desatar el tiento, pero peor era irse sin saber qué pasó ahí adentro, así que desataron el tiento y abrieron la puerta. El comedor estaba intacto. Nada estaba fuera de lugar. La mesa, llena de platos, vasos, cubiertos y paquetes de comida estaban tan prolijamente ordenados como era usual que estén. Con sus cuerpos tensos entraron un poco más en la habitación, mirando con más detalle la mesa, que era el único mueble del cuarto. Todo estaba perfectamente normal, salvo el paquete de la grasa que se usa para hacer masa que tenía hundida la impronta profunda de una garra animal.

Se les heló la piel y salieron corriendo cruzando el patio hacia la habitación donde dormía la señora que cocinaba. Cuando al fin abrió la puerta los jóvenes le contaron aterrados lo que había pasado. «Sí… – dijo ella con absoluta serenidad -, sí, debe ser el Almamula. Seguro que es el Almamula… Pero no se preocupen que no hace nada. A veces aparece buscando cositas, pero no hace nada…». Mientras la señora terminaba de «explicarles» lo que había pasado, unos golpes secos nacieron de la negrura aledaña a las casas: «toc…, toc…, toc…». La señora cerró la puerta y recién ahí advirtieron lo que era ese sonido.

Más alejado de la casa estaba el monturero, que es una casita que de un lado es un cuarto cerrado con las monturas para los caballos, y del otro son dos paredes con un techo donde se apila la leña. Los golpes de un hacha se repetían serenos y contundentes. Los chicos empezaron a caminar hacia la sala de estar. Tenían que volver para apagar los faroles, pero los golpes seguían, y todo eso ya empezaba a volverlos locos. «Iluminá», le dijeron al de la linterna, pero el terror de enfocar y «ver» era paralizante. «Toc…, toc…», ¡Iluminá!

Cuando la linterna alcanzó el monturero los golpes cesaron. No veían nada. Decidieron entonces apagar todo en la sala e ir a los cuartos, pero cuando empezaron otra vez a caminar hacia la sala, iluminando ahora el patio con la linterna… otra vez. «Toc…, toc…».

Todos reaccionaron de la misma manera. Dieron la vuelta y corrieron al dormitorio. La sala había quedado abierta y con los faroles prendidos, pero el terror les impidió salir hasta que los pájaros y las luces que se filtraban por las hendijas de tablas dobladas de la vieja puerta les mostró que ya estaba amaneciendo. Después de una noche entera sin dormir, el más mínimo celeste del día es como un sol de tarde para el miedo, y salieron a verificar que los faroles de la sala no hubiesen quemado algo accidentalmente, y fijarse si había algo irregular en el monturero. Todo estaba perfectamente normal.

El paquete de grasa bajó a la ciudad con ellos esa misma mañana.

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