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La casa de enfrente

Mis días transcurren con total normalidad, podría decir que tengo una vida tranquila. Vivo a las afueras de la ciudad, en una gran finca en San Rafael que me compraron mis padres cuando cumplí mi mayoría de edad. Creo que debería estar feliz, tengo lo que muchos anhelan, mi propia casa. Pero no lo estoy, mis padres querían deshacerse de mí y de mi enfermedad, siempre fui una carga para ellos y los dos creen que viniendo dos veces por mes a traerme mercadería podrán apagar la tormenta que llevo en mi interior.

De chico me diagnosticaron esquizofrenia, los médicos les dijeron a mis padres que yo soy una persona peligrosa, jamás pude desarrollarme como un niño normal. Nunca tuve amigos y mucho menos una novia, desde que tengo ocho años vivo encerrado en 4 paredes, solo. Cuando cumplí los dieciocho mis padres compraron este lugar y me dejaron abandonado, creo que me lo merezco, debería pedirle perdón a mamá por matar a su gata cuando tenía doce años, o disculparme con papá por herirlo con un cuchillo a mis dieciséis años. No lo sé, nunca lo haré, los odio demasiado como para hacerlo.

La única distracción que encuentro en este espantoso lugar es una pequeña casa que los dueños anteriores habían construido para una de sus hijas. Es una casa precarizada a unos escasos metros de la puerta de entrada, no tengo acceso a ella, pero es porque otro hombre vive en ella. Estoy casi seguro que padece la misma enfermedad que yo, o peor, ya que nunca sale de la vivienda, siempre nos quedamos mirándonos a través de la ventana, podría observarlo por horas, su sonrisa me da un poco de miedo, pero me hace sentir que no estoy tan solo.

Mis días pasaban frente a esa ventana, siempre intentaba charlar con él, pero nunca obtuve una respuesta, solo me miraba, solo eso, algunos días me enojaba tanto que lo insultaba y él solo sonreía. Él era mi amigo, siempre lo supe, aunque nuestras conversaciones fueran nulas yo sabía que el siempre estaría para mí.

En agosto mis padres llegaron a mi casa con un médico, me daba risa su vestido blanco, parecía un fantasma, no pude evitar largar una eterna carcajada al verlo, me dijo que debía revisarme, accedí por el simple motivo de que se fueran lo antes posible. Luego de revisarme con el estetoscopio y con otros elementos médicos que no sé su nombre, el hombre les dijo a mis padres que deberían de internarme, estaba deshidratado y en estado de inanición. ¡¿Qué es lo que eso significa?!! ¡Nadie puede separarme de mi casa y mucho menos de mi amigo, el único amigo que he tenido a lo largo de estos 34 años! Una ira profunda recorrió mis venas al punto de lastimar al doctor con mis propias manos, los tres apresuraron su marcha, se fueron al grito de “En dos días te tendremos que internar”.

Esa noche no tenía ganas de ir a la casa de enfrente, tenía miedo de la reacción de mi amigo, yo sabía que él era agresivo, él me daba miedo, mucho miedo. En mi interior también sabía que debería decírselo, por lo poco que lo conocía había notado que él tampoco tenía amigos y mi partida inevitable lo dejaría en el mismo estado de desesperación en el que me encontraba yo.

Decidí ir a verlo a las tres de la mañana, él siempre está despierto, salí de mi casa y camine los pocos metros que nos separaban, me senté en silencio frente a la ventana a la expectante mirada de mi servidor, no pronuncie palabra durante unos minutos, no sabía cómo decírselo. Contuve aire en mis pulmones, y luego de un largo suspiro se lo dije… Él no me contestó, pude notar a través del cristal que sus lágrimas caían por sus mejillas, pero seguía ahí, sin emitir palabra alguna, esto me hizo enojar de sobre manera ¿Cómo es posible que no me diga nada? Empecé a caminar de un lado al otro con una furia que me iba carcomiendo por dentro –¡Maldito desagradecido, jamás valoró mi amistad! – Grité a los cuatro vientos y sin dudarlo ni un segundo agarré el hacha que se posaba sobre un tronco viejo y explote la ventana que interrumpía nuestra conversación.

Noté un cálido líquido escurriéndose sobre mis hombros y un dolor punzante en mi cuello. Al palpar la zona pude sentir sangre en mis manos, un gran trozo de grueso vidrio se había clavado en mi yugular haciendo que la sangre botara por todos lados. Empecé a sentir el llamado de la muerte y era todo muy armónico, que irónica me resultó la vida, siempre me causó dolor, un dolor tan profundo que me impedía respirar y ahora la muerte se presentaba tan bella, tan excitante, tan esplendorosa, reía mientras caía de rodillas, mire hacia el interior de la casa y no pude contener una carcajada explosiva, fui cayendo lentamente riéndome de mi propio destino y sabiendo de una vez por todas, que lo que estuve viendo tantos años a través de ese cristal era mi propio reflejo.

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