/La nena | Capítulo I: El acceso a los recuerdos olvidados

La nena | Capítulo I: El acceso a los recuerdos olvidados

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Habíamos organizado el viaje con demasiada antelación, lo suficiente como para tomar todos los recaudos necesarios: botiquín de primeros auxilios, bidones con agua, un auxilio para el vehículo, gato hidráulico, dos de esas balizas luminosas para el camino. Viajábamos en mi auto, un Clio rojo, 2001 naftero, llené el tanque, dividimos los gastos y a eso de las 21hs partimos. Era un viaje corto dos o tres horas y queríamos llegar antes del próximo día. Un fin de semana largo, en la fiesta de la tradición, en la ciudad de Jáchal. Partimos desde Capital, San Juan, cuatro amigos: Martín, Rubén, Mauro y yo, Cristian.

– Mamá, no te preocupes – no quería que viajáramos de noche – ya he hecho el camino mil veces – no era cierto, además solo había viajado con la luz del día – Ok, má, también te quiero. Besos.

– ¿Con quién hablabas Cristian? – Preguntó Rubén – ¿Yo? Con nadie ¿por qué? – Respondí evasivo.

21:30 hs estábamos entrando a Albardón, paramos en la estación de servicio, compramos unos sándwiches de jamón crudo en pan casero, una Coca Cola, paramos a cenar en la plaza principal, frente a la iglesia de la ciudad, una parroquia pequeña, enfrente la municipalidad, y a lo lejos un kiosco tipo 24, tres mesitas tres muchachos que por su apariencia se deducía que habían salido de trabajar recientemente, aunque al parecer llevaban ya un tiempo extendido en el lugar, logré contar siete envases de cerveza vacíos sobre su mesa.

Terminamos de comer y el primero en levantarse fue Mauro, el tipo acostumbrado a dormirse temprano, obviamente se iba a dar una buena «siesta nocturna». Los demás lo seguimos sin quejarnos, no queríamos retrasarnos. 22:15 estábamos todos en el vehículo, logré ver por el retrovisor a Rubén haciéndose una señal de la cruz al pasar por la iglesia.

– ¡No seas cagón! – fue lo primero que me salió, un comentario estúpido.

– Uno nunca sabe- me dijo. Era un tipo muy religioso, de esos que poco se ven ya.

– Vamos a pasar por el Villicum – dijo Martín – ¡Ahí están las brujas!

– ¡Y el chupacabras! – Acotó Mauro en tono de burla, nos reímos.

No sé cómo, ni de dónde, aparecieron tres niños a unos dos metros de la trompa del auto, apreté los frenos en una reacción instantánea, y me llamó la atención en la esquina un viejo, de esos típicos viejos que hay en cada ciudad, un «sin casa», ropas marrones de mugre, barba y pelos grisáceos y ojos tristes.

– Cuidado con los niños – soltó el viejo.

Volví la vista a la calle, y vi a los niños corriendo por la vereda lateral a la iglesia, entrando en la oscuridad de calles poco y mal iluminadas.

Salimos a la ruta y las luces del auto apuntaron al norte, en dirección a Jáchal. Pasamos las «Canchas del Pelado», el dispensario de agua, entramos a la parte donde comienza el parque industrial de la ciudad, se notaba una bajada brusca en la temperatura de al menos cinco o seis grados, a continuación empezó la subida al cerro del Villicum, zona de explotación minera, atravesado por la ruta 40.

Después de un paisaje de montañas al pie de la calle, entramos al sector de las caleras, fábricas enormes, donde sólo las luces de algunas máquinas trabajando a toda hora se llegan a divisar.

Pasando esto, siguen unos 15 kilómetros de más montaña, más oscuridad, más ruta. Alcanzada la cima, viene el descenso, un descenso algo peligroso, con muchas curvas cerradas, y solo te acompañan las luces del auto y quizá algún otro vehículo que venga de frente, por el otro carril.

Este que nos cruzó, un Corsa Classic gris, venía muy despacio a no más de 40 km/h, con las luces interiores encendidas, se lograba ver una familia tipo, padre, madre, un muchacho de unos quince o dieciséis, y una nena de quizá seis años. Todos rubios, casi incandescentes dentro del vehículo, se veía que el padre buscaba algo, o quizá bajaba el volumen de la música, no mantenía la mirada fija en el camino, ante la duda reduje la velocidad, en el momento del cruce, todos menos el conductor giraron a mirarnos, sonreían, como si habernos visto los alegrara. Saludé con dos toques cortos de la bocina. No tuve respuesta. Mirando por el espejo lateral izquierdo, pude ver a la nena mirando hacia atrás por la luneta, saludaba con ambas manitos, me causó ternura.

– ¡Qué gente rara! – dijo Martín. No le presté mucha atención.

Seguimos y en los próximos siete kilómetros no se vió absolutamente nada, recién a casi dos kilómetros de terminar la bajada, pude alcanzar a ver un par de luces, quizá un auto, camioneta, un camión no era, por acá generalmente estos vienen acompañados de varias luces de colores, y algunos hasta balizas intermitentes. Era raro, parecía que no se movían, no lograba apreciar si estaban quietas o avanzaban. De parecer dos pequeñas luciérnagas pérdidas en lo oscuro, cada vez se hacían más grandes, deduje que estaban quietas, aunque no tenían las balizas prendidas.

“Algún inconsciente” Dije para mí.

– Pobre, debe habérsele quedado el auto, o quizá pinchado. Podríamos darles una mano – Me repliqué indulgentemente.

A unos cincuenta metros un sonido me hizo pisar los frenos casi inconscientemente ¡una explosión! Fue tan fuerte que Mauro se despertó sobresaltado, y los demás nos quedamos atónitos.

– ¿¡Qué pasó culiado!? – Dijo Mauro.

– ¡No sé! Pará, pará.

– ¡Mirá loco! ¡No…!

– ¡Vamos! ¡Vamos!

Al estruendo inmediatamente le siguió fuego, la lumbre nos dejó ver que el auto estaba volcado, irreconocible, destruido, había dado varias vueltas. Avancé con una mezcla de miedo, precaución, y solidaridad, tenía que apurarme a ayudar a los pasajeros. Cuando llegué, me tiré al piso para tener una mejor visión del interior del auto, y lo que vi me dejó atónito, y completamente desubicado del lugar…

Continuará…

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