Cuando más bajo caí en la depresión pensé que la solución estaba en la navaja.
Mi hermano sospechando que algo pasaba abrió con fuerza la puerta del departamento y me vio ahí, en un mar de sangre, pero sin pensar me llevó a la guardia. No era aún demasiado tarde.
Un corazón roto y una persona tendiente a la depresión jamás han sido una buena combinación. Solo yo sé cuánto me marcó aquella relación, y en los miles de pedazos que mi corazón se rompió cuando él lo tomó con sus manos, y lo destrozó. Lo destrozó.
Y aquella noche no encontré otra opción.
Mi soledad tomó un respiro cuando puse a alquilar la habitación que tenía libre en mi casa. Necesitaba ingresos extras y alguien que no me hiciese sentir tan sola, en la casa que ahora sin su presencia se hacía gigante.
Y me habló ella. Necesitaba urgente alquilar, trabajaba y estaba sola. Más o menos como yo.
Erika. Una mulata de 23 años, flaca y esbelta, y con unas curvas de infarto. Le abrí la puerta y cuando vio la habitación me dijo “me la dejo”.
Venía de otro país, escapando casi, pero no conocía a nadie y tenía el corazón roto por un amor, ya lejano en tiempo y lugar.
Que bello fue cuando sentí la alegría de su presencia por primera vez. Empezó, tímidamente, a usar todos los utensilios que tenía en mi cocina y cocinar recetas de su soleada tierra, empezó a escuchar música, a hablar de nuestras vidas, a conocernos, a invitarme a ser parte de su mundo. Que bello.
Recuerdo muy bien aquella vez cuando la vi salir de la ducha. Yo estaba en mi pieza y, sin querer (y ella sin darse cuenta) la vi salir del baño con solo un toallón puesto. Ese pelo moreno rizado mojado, cayéndole por la espalda, y el borde de un tatuaje asomándose por su omóplato derecho.
“Sos el paisaje más soñado”
Lo que sentí en ese momento fue extraño e intenso. Jamás me había pasado de desear a una mujer, hasta ese momento yo pensaba que era heterosexual. Pero una excitación abrumadora se apoderó de mí, y tuve que espiarla por el borde casi imperceptible de la puerta casi cerrada de su habitación. Necesitaba ver más. Solo vi su espalda desnuda y aquel tatuaje que, completo, era un par de alas de ángel que llegaban a su cintura, y su cola, pequeña y perfecta. Me fui a mi habitación, antes de que se diese cuenta de que estaba espiando, y sucumbí ante el orgasmo más perfecto que había tenido hasta ese entonces.
Traté de seguir como si nada hubiese pasado. Pero empezamos a quedarnos charlando en la noche, ella cocinaba y comíamos en la mesa. Nos íbamos a mi pieza y, acostadas una al lado de la otra nos desvelábamos hablando de la vida. Y de todo. Creo que ella intuía algo, pero no decía nada.
A las semanas del episodio de la ducha, una noche estábamos hablando de las personas que nos habían roto el corazón. Y me miró a los ojos y me dijo: “Monse, a ti te pasa algo conmigo y no me quieres decir nada”. Me quedé muda. No dije nada y empecé a actuar sin pensar. Me le acerqué lentamente, y le rocé con mis labios los suyos. Yo estaba segura que ella me iba a rechazar. Pero eso no ocurrió.
Nuestros labios empezaron a entrelazarse en una danza hipnótica, como si se hubiesen conocido desde siempre. No sé cuánto tiempo duramos hasta que abrimos los ojos y nos vimos ahí, sabiendo que es lo que iba a continuar. La agarré de la mano y la llevé a mi habitación, donde, después de sacarle el pantalón de jean y recostarla en la cama, me metí entre sus piernas y deslicé mi boca sobre aquel refugio de éxtasis y placer. De a ratos sacaba la cabeza y la veía gemir del placer que yo le provocaba, hasta que no aguanté más, me desnudé y ahí nos fundimos en una sola piel. Me besó todos los rincones de mi piel, llenó su boca con mis pechos, y acabamos al unísono en un orgasmo único.
Creo que si el mundo se hubiese acabado ahí mismo, ambas nos hubiésemos muerto sabiendo que, en ese momento, no había nadie más feliz y más plena que nosotras dos.
Jamás me imaginé sentirme así con alguien. Y menos con una mujer. Pero Erika, no es cualquier persona, y ella me miró a la cara y me dijo “es la primera vez que me pasa esto”. También era la primera vez para mí.
Esto no podía terminar ahí. Tenía que seguir sintiendo aquello, teniéndola entre mis brazos, sabiendo que uno es dueño del placer que provoca.
Me miró a la cara y me dijo “Monse, a mí también me pasa lo mismo que a tí.” Y si. De a poco sentí que mi corazón se iba recomponiendo y se permitía sentir. Era el principio, y yo no quería que hubiese un final…
Continuará…