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La vida del arbol

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Todo iba bien, teníamos todo listo, el auto firme, las ganas de disfrutar banalidades y pequeñas cosas. Mirar, sentir, sonreír con amigos, ir al campo, a la montaña. El Ford Fiesta violeta resplandecía bajo el sol, algunos venían durmiendo mientras otros jugaban a contar vacas. Yo estaba sentado en la parte de atrás.

En el camino vi caer hojas de plátanos, álamos, moreras. Vi el polvo a contraluz. Vi la ruta zigzagueante con sus líneas amarillas y blancas. Me sentí bien, sabiendo que iba a dejar de lado las responsabilidades cotidianas (uno trata de aprovechar esos pequeños momentos anulando temporalmente la conciencia, esa voz que nos dice que tenemos que ir a mirar eso, y aquello y tener que dormir aunque sea ocho horitas).

Sabíamos dónde ir, pero el destino no era algo anhelado, desde el momento en que salimos de nuestras casas sentimos que el viaje había comenzado. A veces me siento mal, sufro, genero falsas expectativas, creo que en el resultado voy a encontrar éxtasis, júbilo, y me encuentro asqueado y asustado, nostálgico. Creo que uno debe disfrutar cada uno de los pasos, cada uno de los momentos.

Al llegar armamos campamento, rápidamente. Trabajamos en equipo sin sentir el peso de las obligaciones pero ansiosos por terminar. Previmos un lugar de fuego, un lugar de descanso y un lugar de contemplación.

A eso nos dedicamos, a contemplar los que nos rodeaba, en un paisaje agreste, árido, pelado por el viento, el frio y la nieve invernal. Veíamos y observábamos las cosas desde una perspectiva particular. Las montañas bailaban y nosotros bailábamos con ellas, había manchas fluorescentes, pequeños microorganismos en las piedras, las flores tenían colores vivos, y hasta creí descubrir el crecimiento de la hierba, sentir el rocío y aspirar el aire húmedo y limpio de la naturaleza.

Vimos arboles: viejas criaturas que han visto tantas cosas y han crecido a su ritmo, llegando a erguirse por encima de nuestras cabezas, por encima de nuestras casas y edificios. Extraños seres que habitan la tierra a otro tiempo, a un tiempo que nos escapa. Mientras nosotros vivimos con suerte ochenta años, ellos llegan a alcanzar fácilmente los doscientos. Hasta que un día pasas por la esquina de tu casa y ese fresno ya no tiene hojas, está más alto que el poste, y la luz del sol pasa a través de sus finos dedos acariciándote.

En ocasiones me gusta imaginar a los árboles y a otros seres del estilo creciendo a la par nuestra, como si su vida se redujera a la cantidad de años que nosotros vivimos, y los veo en mi mente como seres babosos, gelatinosos y retractiles moviéndose con algarabía, alegres y afanándose, felices de estar vivos. Así, nos sentíamos en la montaña.

Actué disfrutando el momento por el solo hecho de ser, de estar. En largas inspiraciones, sentir como el aire llena mis pulmones, mi cuerpo sintetiza lo necesario y lo devuelve al viento para que otros organismos lo aprovechen. Los colores del cielo, las nubes, las imágenes que cambian segundo a segundo a la vuelta de la retina, la hora mágica. Violetas, índigos y rosados teñían el panorama.

Estábamos ahí, estamos acá, estas allá, y eso es lo importante, solo con eso basta. Aprovechar el momento. Si nacimos y vivimos, si estamos parados, si toda la humanidad tuvo que superar ciertas cosas, si vos tuviste que decidir, si él tuvo que sentir tal, y vos tan poco. Es difícil recrear la escena, es difícil aprovechar el segundo, es aún más complicado alejar pensamientos hostiles.

Y ahí nomás llega la nostalgia, las ganas de compartir ciertos momentos con toda la humanidad, con gente querida (con gente amada). Ganas de salir a gritarle a todos que estás ahí, que sepan que sos vos solamente y no va a haber alguien igual. Único, irrepetible, vos, el momento, nosotros en la montaña.

La noche coloraba nuestras mejillas y el frio nos hacía conscientes del estado de natural. Hicimos un fuego, y lo admiramos, fuimos neandertales descubriendo la primera llama, fuimos naranjas y rojos, también fuimos carnívoros. El asado sin cubiertos nos animalizó aún más. Comimos con las garras y desgarramos con la boca. Me sentí satisfecho, completamente, los demás charlaban, frivolizaban y cada tanto reían, yo los miraba, aportaba y callaba dejándome llevar por el sueño.

Los bostezos anunciaban nuestra retirada con la boca abierta y los ojos cerrados emitiendo un gruñido incomprensible y contagioso. En la carpa disfrutamos ese momento en el que uno reflexiona antes de irse a dormir, en vez de discutir con nosotros mismos, lo hicimos entre nosotros hasta que una por una fueron cesando las palabras. Algunos, mas charlatanes, continuaron divagando solos, esperando respuestas en seres dormidos, o simplemente preguntando sin esperar respuesta alguna, por temor o por indiferencia.

Me desperté incomodo, con dolor de espalda provocado por una piedra apoyada en el omoplato durante toda la noche. Esa fatiga me recordó, y creo que nos pasó a todos, quien era, donde estaba, y que tenía que hacer. El día había iluminado un mar de innumerables pensamientos, entre ellos: responsabilidades cotidianas, nostalgia, mas nostalgia, ganas de verla, más responsabilidades…

Emprendimos la retirada, volviendo de la montaña, volviendo de la naturaleza, volviendo de nuestra verdadera casa, volviendo a la vida, llegando y dejando atrás.

Volviendo caí en la cuenta de que la vida puede ser muy larga, como la de un árbol; pero también puede ser muy corta, resumida, en pequeños instantes se pueden vivir vidas eternas. Ser longevos, vivir segundos, florecer con hermosas flores rojo-azuladas, sentir el rocío, sentir la vida sin importar segundos, minutos ni horas, ser atemporales, ser árboles.

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