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La vista corrompe

Uno de los tantos días en que uno vuelve del colegio. Para ese entonces estaba cursando mi último año de secundaria, como siempre pensando ideas adolescentes, filosóficas, en una sociedad en la que no se pensaba muy a menudo. Caminaba calle abajo, sintiendo los sabrosos aromas a asado y esos riquísimos caldos de verduras, que uno solo siente cuando tiene hambre.

Bueno, en fin, volvía del colegio cuando lo vi. Fue una sensación, como explicarlo, extraordinaria, aunque a la vez extraña. Había escuchado un día en la plaza hablar de esos momentos, de esos momentos inverosímiles donde alguien experimenta algo que nunca antes hubiera esperado vivenciar.

Fue así, a paso lento sobre vereda, mirando el cielo, los arboles, esas imágenes que resultaban cómodamente familiares, lo vi. Fue como haber visto otra cara de la realidad, en un plano distinto del que se mira. Vi la misma calle todo donde debía estar, pero a la vez muy distinto. Los arboles recién comenzaban a florecer, eran pequeños en comparación a los “reales”, las calles eran de tierra  y el edificio de departamentos no existía, una viña se extendía donde este debía estar. Pero una de todas esas cosas fue la que me llamo aun más la atención. Una persona dentro de mi limitada visión, un hombre joven, vestido con bombachas de gaucho, camisa sucia, claramente por haber trabajado la tierra, y alpargatas embarradas. Caminaba a mi lado. Dicha imagen quedaría grabada en mí como en pizarrón tinta indeleble.

La fantástica visión desapareció tan rápido como se había revelado ante mis ojos. Sentí como el sudor y la sensación a nada se apoderaba de mí. Fue como haber presenciado un truco de magia nunca antes visto, como ver adelgazar a un pariente gordo que hace tiempo no veías. La sensación a nada no acabo, ni luego de comentarlo con mi familia, ni después de almorzar. Mi familia no me creyó, mi hermana decía que estaba loco, y mis padres ocupados en sus tareas tal vez creyeron, pero no le dieron la importancia que merecía, asique daba igual.

Dos semanas después, le tocaba a mi mamá cobrar el alquiler de la casa en Guaymallen, pero como estaba cerrada la inmobiliaria que asesoraba, mi vieja me dijo que la acompañase al centro a cobrar el importe en persona.

Viaje caluroso en esas maquinas microondas que eran los troles, el gobernador los trajo de Noruega pensando que hacia ecología, olvidando que ahí para esta época hacia diez grados bajo cero, cuando acá en ese momento hacía tanto calor como en Ecuador. Llegamos finalmente a la casa metida en las afueras de ciudad.

Rápidamente, al decimotercer toque de timbre respondió jovialmente el inquilino, ese hombre curtido por los años, que pagaba mes a mes con un cuarto de su jubilación el alquiler. Era el hombre al cual habíamos comprado la casa en la cual vivíamos, el cual se había ganado la vida labrando la tierra de la viña de los vecinos de la equina, que ahora ya no existía. Mientras mi mama mantenía una efímera conversación acerca de la delincuencia, yo repase los rincones de la casa. Me llamo la atención un cuadro colgado al fondo del zaguán, tenía algo. Algo raramente conocido, abrí los ojos como platos al acercarme. En el cuadro vi a una persona, hombre joven de perfil con bombachas de gaucho, alpargatas embarradas y camisa sucia, en un agreste paisaje con una viña de fondo.

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