/La voz maldita

La voz maldita

Todo empezó con un zumbido en su oído derecho. Era tenue, suave, como un soplido. Pasaron algunos días y el zumbido se transformó en un “brrrrrr”, algo molesto. Se asustó y le pidió a su esposa que lo controlara. Nada, no tenía nada. Diez días después el zumbido se hizo más intenso y constante. Fue al médico, lo revisaron y no le encontraron nada extraño. El doctor le habló del stress, le recomendó que se calmase un poco, que lo veía tenso y nervioso.

Aquel viernes no fue precisamente el mejor en su trabajo. La semana había sido corta y toneladas de formularios esperaban ser despachados aún, encima la ausencia de Rodriguez, su compañero, le duplicaba el labor. El jefe entró como un vendaval, ninguno llegaba con los tiempos, entre gritos y amenazas perdió la compostura. Entonces lo escuchó…

Fue rápido, sutil, confuso… pero sin lugar a dudas lo escuchó.

– Matalo

Eso zumbó en sus oídos. Un chillido agudo lo hizo sonar despacito…

– Matalo – Se quedó perplejo, todo en su entorno se enmudeció en un instante. Se concentro en lo que acababa de escuchar mientras fijaba la vista en su jefe que gesticulaba furia…

– Matalo – Claro. Sin dudas… sacudió la cabeza y el volumen de los gritos volvieron a la normalidad. Esa noche llegó tarde y fundido a su hogar.

Por la mañana del sábado tuvo que cumplir con sus tareas hogareñas, comenzando por ir de compras al supermercado. Primeros día del mes… caos vehicular. En una esquina una mujer lo encerró sin siquiera verlo, un bocinazo enunció su enojo. La chica bajó el vidrio y lo insultó. Él respondió indicándole el error con la misma virulencia y tono, otro conductor lo rebajó marcándole que era una mujer, que no tenía derecho a gritarle… ella se bajó del auto. Entre gritos de “cobarde”, “cagón”, “es mujer” y las risas de los demás conductores todo el barullo comenzó a menguar… entonces su oído zumbó…

– Atropellala – Sacudió la cabeza, pero todo siguió en silencio y nuevamente – acelerá y atropellala – Puso primera, apretó el acelerador de a poco, sin soltar el embrague. La mujer estaba a escasos cinco metros de su capot. Su mano en la palanca, primera puesta, cuatro mil revoluciones por minuto… – Atropellala a esa hija de puta, ¿que te viene a gritar?

No le quitó la vista de encima, la mujer, encendida por el entorno, continuó insultando…

– ¡Atropellala ya! – Esta vez fue una orden. Se asustó, miró a sus alrededores… no había nadie. Sacudió bruscamente su cabeza, abrió y cerró los ojos los ojos, de pronto el volumen del caos volvió a la normalidad. Sacó el pié del acelerador y puso punto muerto. Miró para abajo, resignado. El semáforo dio verde, pasó entre la mujer que seguía parada insultando y su defensor que también vomitaba improperios desde el auto. Respiró profundo y continuó su día de furia. Algo raro estaba pasando.

Estuvo a punto de pedirse el lunes, pero cometió el error de ir a trabajar. Los ánimos no se habían calmado el fin de semana. La jornada comenzó con amenazas y hostigamiento por parte de los superiores. No llegaban con los tiempos ni duplicando horas. La presión estalló en su cabeza por la tarde. Entre formulario y firmas observó cómo su jefe disfrutaba desde su oficina vidriada una amena charla con Brenda, la mina más linda de la oficina, la que deseaba en secreto, desde la oscuridad de sus pensamientos. Brenda… su fantasía inalcanzable. Todos sabían que era la amante del jefe, pero nada le impedía pensar en ella.

– ¿La queres cierto? – oyó y levantó la mirada sorprendido. Rodriguez estaba a su lado, seguía concentrado en lo suyo… evidentemente no había escuchado nada. – Mata a ese viejo de mierda – volvió a escuchar a la voz chillona que hacía especial énfasis en la palabra mierda.

– No – dijo en voz alta y eso sí lo escuchó Rodriguez.

– ¿No que? – le preguntó.

– No, nada – fue su respuesta – estoy hablando solo.

Y mientras Rodriguez continuaba con lo suyo un susurro estremecedor dictó…

– Te vuelve loco, te tiene cagando, se come a la mina de tus sueños, te explota… matalo a ese hijo de puta, matalo en la playa de estacionamiento, nadie te va a ver, puede pasar por un intento de robo, matalo y todo esto va a ser tuyo – Se apretó la frente y continuó su trabajo.

Por la noche su mujer lo recibió con una parva de impuestos por pagar, deudas, hipoteca, créditos prendarios y la maldita rutina que se había apoderado de su matrimonio, de su cama y de su vida, más la desconfianza, los celos de él y la depresión de una vida soñada en un pasado que deparaba una realidad triste y gris. Solía echarle la culpa a la desgracia de no poder tener hijos, no precisamente por incapacidad física, sino por el ahínco se su mujer en prosperar profesionalmente y augurar una situación económica ideal que tal vez jamás llegaría. Entre quejas y críticas el sonido lentamente comenzó a bajar, hasta quedar casi mudo.

– Ella es la culpable de todas tus desgracias, sos un pobre pelotudo que ni siquiera un hijo puede tener… – Esta vez decidió prestarle más atención a la voz, con solo pensarlo se dio cuenta de que estaba respondiéndole – Hace diez años que te opaca, que te usa, hace dos que te engaña… sos tan boludo – Un calor comenzó a invadirlo violentamente – Es una basura esa mujer, ya sabes lo que tenes que hacer… está al alcance de tus manos – Entonces se miró las manos… un filoso cuchillo estaba sobre la mesa, entre aros de cebolla.

– Basta – dijo en voz alta y todo el sonido se aclaró.

– ¿Basta? ¡basta que! ¿Porque no te pones los pantalones y te haces cargo de las cosas? – le respondió su mujer con violencia.

– ¿La vas a dejar que te siga humillando, sos tan cobarde? – le dijo la voz.

– Sos tan cobarde Cristian, no te animas a dejar ese trabajo de mierda – punzó su mujer.

– ¿Ves? Dale… dejala que siga con su veneno. Ella es la culpable – escuchó.

– No me rompas más las bolas, ya voy a ver lo que hago – le respondió a su mujer.

– Si… esa es tu contestación, siempre lo mismo vos – dijo su mujer y continuó cocinando.

– Y si… sos un cobarde, imbécil – concluyó la voz.

Se tomó algunos analgésicos y se fue a dormir sin comer, mientras lo acosaba aquel maldito susurro. A partir de ese día lo atormentó día y noche, sintió vergüenza de hablarlo con su mujer, quién iba a pensar que además estaba loco, nunca confió en psicólogos y médicos, por lo que decidió intentar controlar solo su problema. Darle entidad a aquella nefasta presencia fue la peor decisión de su vida.

Poco a poco fue sumido en una paranoia frenética. La voz lo punzaba día y noche, lo incentivaba a asesinar a cualquiera que se le acercaba. Resistir esa presión en soledad comenzó a hacer estragos en su mente, para luego demacrarlo físicamente. Pasaba horas sin dormir, buscaba excusas para no volver a su casa, mientras perdía las horas escuchando la violencia de aquella voz que no paraba de indicarle que el fin de su martirio se iba a dar con la sistemática eliminación de compañeros de trabajo, amigos, familia y cualquier obstáculo que se le pusiese delante. Era como una droga, algo lo llevaba hacia la oscuridad lentamente.

Entonces su mujer le confirmó del viaje. Tenía que irse una semana a un seminario en Buenos Aires, con sus compañeros de trabajo… con él, con “ese” compañero de trabajo. La voz lo hostigó todos los días previos al viaje, haciendo de su relación un calvario. Entre llantos y amenazas ella partió. La relación no daba para más.

Una noche, en la oscuridad de su habitación, la voz picaba en su cabeza, contando sobre todas las cosas que esa noche haría su mujer en aquel lujoso hotel. No hubo ducha ni whisky que calmasen aquel martirio. Entonces el frío lo invadió. Las colchas no lo podían frenar, sintió movimientos cercanos. Abrió los ojos de par en par, para intentar fijar la vista en el vestidor, de donde provenían los ruidos. Si vista se centró en la puerta… entonces vio una sombra. Sacó la mano por entre las mantas para encender el velador, el frío cortaba como una cuchilla… no había luz.

– ¿Quién anda ahí? – dijo aterrado al tiempo que se sentaba en la cama. La sombra se movió en dirección a él. Comenzó a temblar, el frío congelaba su espalda. Una mano presionó su pecho, comenzó a apretarlo… sintió que le faltaba el aire. Intentó gritar, pero el ahogo fue más fuerte. La mano lo empujó contra la cama, esta vez la voz no venía desde adentro, sino desde la sombra que lo acechaba, un aliento fétido le susurró al oído…

– Son ellos o vos, elegí – de pronto su pecho fue liberado y mediante una bocanada sintió como la vida volvía en si. Estalló en lágrimas y decidió salir a buscar ayuda. Eran las tres de la mañana de un día lunes, el barrio entero dormía, el mundo entero descansaba. Manejó por las calles solitarias, buscando algo que no entendía, la noche se fusionaba con la voz que no paraba de martillar haciendo que su corazón estalle de miedo. Horas más tarde fue hasta una iglesia cercana. Golpeó las puertas, desconcertado y abatido, intentando buscar ayuda en un lugar en el que jamás creyó. Sus súplicas hicieron eco bajo un edificio gigante y lúgubre. Sus manos comenzaron a arder, su piel se enrojeció, de pronto unas filosas heridas aparecieron en su antebrazo derecho, la sangre comenzó a brotar a borbotones, manchándole la ropa y el piso. Volvió corriendo a su auto, tomó un pañuelo para limpiarse, entonces pudo ver lo que dibujaban las heridas “Caacrinolaas”… en cuanto lo leyó el ardor se tornó tan intenso que secó las heridas, dejando esa palabra dibujada con costras supurantes. Condujo frenéticamente hasta su casa porque el sol del amanecer lo enceguecía. Incluso las luces de la calle le generaban escozor en la vista. Hecho un despojo, con la vista irritada, logro llegar. Algo había pasado, todo era un caos, parecía como que habían entrado ladrones, dando vuelta cada centímetro de su hogar, todo estaba revuelto, esparcido por el piso, destrozado. La luz del día no le permitía ver. Cerró todas las cortinas y se encerró en la despensa, único lugar de su casa sin ventanas.

En la oscuridad la voz se hacía fuerte y clara, intentó salir, pero el sol del medio día lo embistió como un estallido, cayó al piso fulminado y a rastras logró entrar nuevamente en la negra despensa. Algo rondaba a su alrededor, expectante, la voz lo inundaba de insultos, maleficios, palabras extrañas, la cabeza le estallaba. Pasaron las horas, como segundos, como instantes. Ese lunes no fue a trabajar, ni durmió, ni almorzó, perdió noción del tiempo, sin siquiera parpadear.

Pasó un tiempo incierto, decidió salir y llamar a su mujer… era de noche. Tomó su celular… varias llamadas perdidas. De ella, del jefe… era miércoles. Habían pasado casi tres días. Marcó el teléfono de su mujer…

– ¡Cristian! ¿estas bien? – contestó ella susurrando instantáneamente.

– Si… cuan…

– Mirá ya te llamo, estoy en el curso… salgo y te llamo – y cortó dejándolo con la palabra en la boca y el teléfono en la oreja.

Rendido se tiró en los despojos de su cama.

El jueves amaneció temprano, tiritando, lastimado, lánguido. Como un autómata se puso la camisa, intentó hacerse el nudo de la corbata, dejando un mamarracho. La herida en su antebrazo estaba infectada. Manchó su camisa, esto no le importó. Los ojos demacrados marcaban dos profundas ojeras, enrojecidos, muertos. Su pelo estaba en estado salvaje, la barba ensombrecía aún más su rostro. Sin siquiera probar bocado subió a su auto y condujo hasta la cochera del trabajo, mientras la voz le gritaba barbaridades al oído. Media hora después se detuvo en su lugar de estacionamiento, cuarto piso de aquella oscura playa céntrica. Con la vista perdida en la nada, decidido a bajar, una mano golpeó el vidrio de la puerta del auto…. era su jefe. Bajó el vidrio sin siquiera mirarlo.

– ¡Por fin! ¿Qué te pasó? ¡Me cansé de llamarte! Ya mismo venís a mi oficina, ¿vos te crees que podes dejarnos en bolas en el momento que más te necesitamos? Rodriguez no ha dado a basto, te aviso desde ya que estas des…

Sin quitar la vista del frente con la mano izquierda tomó la corbata de su jefe y lo empujó hacia adentro del auto, mientras con la derecha empuño un filoso cuchillo de cocina para enterrarlo en lo más hondo de la garganta de aquel desgraciado hombre. Torció la mano entre gritos desesperados y una catarata de sangre que corría bañándolo por completo. Sonó su celular, soltó el cuerpo inerte de su jefe, que resbaló por la puerta del auto dejando toda la puerta manchada. Era su mujer…

– Cristian ¿estas bien mi amor? me volví a Mendoza… estoy en el aeropuerto, vení a buscarme…

Entonces se miró las manos, completamente ensangrentadas. De pronto sus ojos volvieron en sí…

– ¡Dios!… Dios mío ¡¿que he hecho?! – dijo en voz alta mientras miraba la escena. El corazón le latía estrepitoso, estaba confundido, perdido, miró por el espejo retrovisor. La sombra estaba sentada detrás…

– Bieeeeeen… bieeeennn… ahora queda solo ella… solo una.

Tiró un puñetazo hacia atrás, al azar, sin encontrar destino. La voz empezó a reír. Pisó el acelerador a fondo y salió a toda velocidad de la cochera, desesperado, pensando en que tenía que llegar a ver a su mujer antes de que lo atrape la policía, tenía que explicarle todo. Con la luz de la calle la sombra desapareció, pero la voz no.

Subió a la ruta, el velocímetro corrió rápidamente hacia la derecha… 120, 130, 140… 150. La voz no paraba de gritar…

– ¡Asesinala! ¡Siiiiii! ¡En medio del aeropuerto!

El entorno se tornó gris, poco a poco se fue oscureciendo, mientras avanzaba a toda velocidad al aeropuerto. Entonces apareció a su lado, la voz se materializó por completo. No tuvo la valentía de mirarlo pero supo que ahí estaba. Susurrando y tocando su oído con una mano gélida le dijo…

– Apenas se suba al auto hacele lo mismo que a tu jefe. Traidora. Se vino antes porque tiene cargo de conciencia y porque se dio cuenta de que su amante a la vez la engaña con otra… te vas a liberar por completo.

El cuchillo estaba entre sus piernas, dispuesto, brillante. Filoso. La confusión lo volvió a ahogar. Su pié estaba apretado a fondo. La imagen del acto le vino a la cabeza, comenzó a reír, disfrutando de lo que iba a hacer, de pronto los recuerdos de su esposa se le vinieron a la mente… su noviazgo, el casamiento, los viajes, las risas…

– No… no.. basta, no – gritó.

– ¿No que? Dale acelerá… sabes que lo vas a hacer – ordenó la voz

– Si… si lo voy a hacer… hija de puta – dijo Cristian mientras se le dibujaba una sonrisa.

– Siiiii… si… hacelo y te vas a liberar – disfrutó Caacrinolaas.

Entonces tomó firmemente el volante, mientras la risa se esfumaba en sus pensamientos y las lágrimas resucitaban sus ojos de la muerte y corrían melancólicas por sus mejillas. No dejó de acelerar, mientras entre la oscuridad que lo sumía aparecía un haz de luz de fondo, el sol entre las nubes. 170… 180, curva. Caacrinolaas no tardó en darse cuenta, tal vez por primera vez sintió miedo o frustración… o no.

Cristian murió instantáneamente, el auto quedó completamente destruido, irreconocible. Fue culpado por el asesinato de Horacio Costa, su jefe. Meses después nació el mito, cuando encontraron a su esposa colgada en el baño de su casa con una extraña inscripción en su antebrazo.

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