El golpeteo de la puerta era incesante. Sin duda alguna, el Ruso mostraba en cada golpe una halo de preocupación para con su amigo.
-Tomás. Tomás, abrime. ¿Estás ahí? ¡Hey, Tomás!-
La voz del ruso causaba ecos contras las paredes del Departamento. Ecos que Tomás escuchaba perfectamente. Pero ecos que, finalmente, no lo sacaban de su inmutabilidad. Seguía quieto contra la ventana, mirando fijo a la mujer parada en la calle.
Los golpes en las puertas cesaron, y el pasillo exterior se vio corrompido por los pasos de un hombre: el Ruso se alejaba del pórtico cansado de llamar, convencido erróneamente de que el departamento estaba vacío. Otra vez el silencio amo y señor del lugar. Otra vez la nada. Y al revés del mundo, como movido por esa nada, fue que Tomás reaccionó.
Se alejó de la ventana sin dejar de mirar el exterior. Mejor dicho, sin dejar de mirarla. Quería guardar esa cara en su retina antes de despegarle la vista; recordar hasta el último detalle, pues temía que al separarse de la ventana, podía llegar a perder una nueva pista para desenmarañar el ovillo de misterio en el que se veía metido.
Mientras caminaba de espaldas y perdía de vista a la misteriosa mujer, pegó un grito para contener la marcha de su amigo:
-¡Ruso, espera! ¡Ahí te abro!-
Los pasos que se escapaban del pasillo, pararon. El Ruso se había detenido y se volvía hasta el 3º D.
-¡Tomi, la concha de tu madre! Pensé que no había nadie!- dijo el gran hombre mientras apuraba su paso con destino a la puerta de entrada.
Antes de girar la llave para darle paso a su amigo, Tomás se sintió como golpeado por un rayo. Había pasado menos de diez segundos sin ver a la misteriosa mujer, y sentía que la había perdido, que ya no la vería de nuevo y que todas las dudas terminarían cayéndose sobre él cómo libros mal acomodados en una precaria estantería. No podía darse el lujo de perder semejante pista: la mujer estaba ahí, a menos de cincuenta metros. Cincuenta metros de alguna respuesta. Aunque sea una.
Abrió el cerrojo, hizo girar la puerta noventa grados hacia el interior y sacando fuerzas de la nada misma, torció una rodilla para empezar a correr.
La primera zancada lo dejó frente a frente con su amigo, el Ruso. El grandote ahora lucía una mirada aturdida, lógica de no entender absolutamente nada. Sólo atinó a dar un paso a la derecha para dejar pasar a su presuroso amigo:
-¡Eh, Tomás qué te pasa!- gritó el Ruso.
-Ahora vuelvo Ruso, ahora vuelvo.- gritó Tomas a la pasada.
-Tomás, estas medios en bolas, boludo ¿A dónde vas? ¿Qué te pasa?-
Efectivamente a la observación del Ruso, Tomás no había cambiado su atuendo de entrecasa en toda la noche: aún vestía su jean a medio prender y nada más. A torso desnudo como estaba, corría; marcando en el suelo, el sudor de sus pies descalzos en cada tranco que forjaba. Llegó al final del pasillo y giró a la derecha; a las escaleras. Comprensiblemente había tomado la decisión de no esperar ascensor alguno y apurar su carrera hasta la misteriosa mujer, por las escaleras. Saltaba escalones de dos en dos, agarrado del barandal para darse impulso. Sus talones golpeaban el frio piso en cada salto que daba entre descanso y descanso.
-¿Estará ésta mina aún afuera? ¿Se habrá ido a la mierda? Si, seguro se fue…seguro. Mi mala leche me precede en todo esto.- Pensamientos así y muchos más corrían a la par en su cabeza. Pensamientos infundados, porque cuando Tomás llego a la puerta de entrada la vio ahí, en el mismo lugar en donde la recordaba. Estaba a menos de cuatro metros, cruzando la calle, mirando hacia arriba, a la ventana del 3º D. Tomás no lo dudo, de casi tres pasos llegó al picaporte de la puerta principal, lo giró con fuerza y sin meditar sobre lo descalzo de sus pies, salió al exterior.
Corrió por el frio y lastimoso asfalto, sus pies acostumbrados al resguardo, se marcaron rápidamente. Se encontró adolorido, pero el desinterés en el dolor le dio la fuerza para llegar. Tres, cuatro, cinco zancadas y ya estaba del otra lado de la calle. A menos de un metro de la mujer.
Cuando estuvo frente a ella, la agarro del brazo con la misma fuerza y envión de su corrida. La movió de su eje y por poco caen juntos al suelo. Ella pegó un alarido estremecedor, ese que las mujeres suelen hacer cuando están en peligro. Él no gritó, tomó una gran bocanada de aire; después de todo, había corrido desde un tercer piso descalzo y con un estado de nervios casi al borde del infarto. Cuando por fin se estabilizaron, la mujer lo miró atónita y gritó:
-¿Qué pasa?, soltame, soltame ¡Policía! ¡Auxilio!-
-¡Si, eso mismo, llama a la cana! A ver si le explicas como sabes mi nombre y porque me estabas vigilando.-
-¡De qué me está hablando! ¡Soltame el brazo! ¿¡Qué hago acá, cómo llegue acá!?- la mujer gritaba y zamarreaba el brazo para librarse de Tomás.
Algo no estaba bien, y Tomás se había dado cuenta:
-¿En serio me decís que no te acordas como llegaste acá? ¿Vos sabe quién soy? ¿Me viste alguna vez?-
-No, por favor, soltame el brazo.-dijo la mujer.
Tomás se dio cuenta que algo no estaba bien. Esta mujer estaba perdida, lo veía en su mirada, lo sentía en el terror de la fémina. Era la misma mujer en cuerpo que le había dicho que “no era sugestión”, pero a su vez no era la misma en alma.
Sin prisa, como deslizando los dedos de a poco, Tomás la soltó del brazo pero dándole una indicación:
-Te voy a soltar, pero por favor no te vayas. Tenemos que tratar de ver qué pasa acá.-
-Está bien, no me voy a marchar. Pero decime qué pasó, qué hago acá en el centro, cómo llegué acá.-
Indudablemente, la mujer estaba totalmente perdida y sin conocimiento alguno de lo acontecido.
Con los brazos libres, la mujer se acomodó el pelo y dejó ver su rostro. Tomás le había escapado al cálculo de su edad: la fémina apenas pasaba los 30; una morocha voluptuosa de ojos transparentes y tez trigueña. De bien vestir y buena figura. Una mujer que sin duda captaría la atención de cualquier hombre y le robaría el corazón al que ella quisiera.
Estaban los dos parados en la calle, cuando el Ruso se les acercó agitado. Traía las llaves en su mano izquierda y el puño de la mano derecha apretado, como preparando un puñetazo:
-Tomas…la concha de tu madre ¿Qué pasa? ¿Quién es…?- Y el gran hombre se quedó sin habla al ver la figura de la mujer que tenía enfrente.
-Mi nombre es Luna.-dijo la mujer.
Los dos hombres se quedaron un segundo atónitos hasta que el Ruso habló:
-Mi nombre es Adrián, me dicen el Ruso, y él es Tomás-
-No sé si decirles hola o seguir gritando, discúlpenme. Todavía no entiendo nada.- replicó la mujer.
-No te hagas problema. La verdad yo también desconfió de vos. No puedo entender que no sepas nada. Esto es muy fuerte- tomaba la posta Tomás.
-No sé de qué me hablas. Perdón de nuevo, pero desconfió mucho. Estas agitado y medio en bolas…no se qué pensar.- dijo la mujer.
-Yo tampoco entiendo mucho, Tomi.- se sumaba el Ruso.
-Tenemos que hablar.- Tomás los miraba fijo a ambos y ponía su más fuerte cara de serio.
Continuará…
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