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Navidades de sangre

La veía en la cama, agonizando. La escuchábamos hablar pero deliraba. Era 24 de diciembre de 2000. Yo tenía diez años.

No había ánimos festivos en casa mirando a la abuela en ese estado. ¿Cenaríamos alrededor de su cama? ¿Estaríamos todos en la sala mientras ella se moría en la habitación? ¿Venía Papá Noel a las casas donde la muerte estaba parada en la puerta con la túnica negra puesta y una guadaña que en su filo reflejaba un reloj?

Estaba delgada y anémica y de a ratos le daban fuertes hemorragias que manchaban toda la cama. La mielofibrosis es una enfermedad poco común y probaron distintos tratamientos que no hicieron más que empeorar su situación. Me senté a un lado de la cama y tomé su mano, eran cerca de las 20 hs. Algunos de mis vecinos ya estaban tirando petardos o prendiendo estrellitas, la mayoría con ropa nueva y peinados para una costado. Mis amigas, que las podía ver desde la ventana tenían vestidos y sandalias que también se veían nuevas. Las miraba con una sonrisa, se veían lindas así peinadas. Mi mamá no nos había apurado con bañarnos ni había preparado la ropa, así que estábamos vestidos de casa. Mi hermano y yo no queríamos preguntar nada.

– Es una maldición esto, no te asustes. Sabía que un día pasaría, que mi final no sería un suceso tranquilo.

– Yaya… voy a llamar a la mami.

– No, no. No quiero que venga tu madre, quiero contarte una historia. Y si ellos escuchan van a decir que estoy loca o que deliro.

– Es que todo el tiempo decís nombres que no conocemos. Llamas a Isabel. ¿Quién es Isabel?

– Isabel tenía el secreto. La condenaron. Se murió sola, igual que yo.

– No estás sola, estamos acá con vos. Nadie se fue.

– ¿Ves la sangre? Esta sangre que me sale – dijo después de haber metido la mano en su entrepierna y sacado para que yo la viera – es su sello.

– ¿Sello de qué? No entiendo. ¿Querés que llame a mamá?

– ¡No, Ana! Tu madre no. Tenés que escuchar esta historia porque sos parte. Desde hace 13 generaciones las mujeres de la familia parimos como primer hijo una mujer. Un matriarcado de las primeras de las primeras. Mujeres fuertes, de carácter, indómitas, perversas. Tu madre me salió estúpida pero vos… vos tenés eso que yo tenía cuando era chica. Lo veo chispear en tus ojos. – Por un momento sentí miedo de mi abuela y un poco de mí. ¿Qué era yo si era igual que mi abuela? Y ¿Quién era mi abuela? – Cuando yo tenía tu edad y para una Navidad, mi abuela me hizo matar con ella un chancho que elegimos juntas. Ella vio que lejos de sentir pena por el animal, lo disfruté. Y me contó la historia de la familia antes de la familia. Somos descendientes de húngaros ¿eso lo sabías?

– Sí – dije, pero mentí.

– Tuvimos familia en la nobleza y la mujer más importante de nuestra familia nació en 1560. Erzsébet, para nosotros Isabel. Fue la que liberó la perversión que persigue a la familia. Se casó muy joven, a los 15 años y tuvo hijos diez años después cuando la suegra murió. ¿Sabés como se llamó su primera hija? Ana. Y ¿Sabés cómo se llamaba la mamá de Isabel? Ana, también. En esa época se acostumbraba a tener mujeres que ayudaban a las mujeres de la nobleza a peinarse, vestirse o a bañarse. Fue después de viuda y liberada que una de las criadas la peinó mal de un lado. ¿Sabés qué le hizo Isabel?

– No, ¿qué hizo? Dije mientras la escuchaba atenta y un frío me recorría los huesos.

– Le dio una cachetada que le hizo sangrar la nariz. La sangre de la joven le saltó a la ropa y quedó en su mano. Pero esto no le molestó y menos cuando notó que al limpiarse la sangre de la virgen criada, su piel se veía más blanca y lisa. La condesa Isabel consultó con una bruja que le confirmó haber encontrado el secreto para la juventud eterna, pero claro, había que ser cautelosas, pues la sangre que se necesitaba era mucha y los parámetros sociales imponen que no está bien matar a las personas. Por lo que construyó en el sótano de su castillo un lugar al que llamó “Cámara de suplicios”.

– ¡Mamá! ¡La abuela está hablando feo! – Gritó mi hermano más chico que había alcanzado a escuchar lo suficiente para asustarse. Vino mi mamá y me pidió que no molestara a la abuela, que necesitaba descansar y nos sacó a los dos de la habitación.

Fui a buscar agua, mientras pensaba en cómo habría sido la bruja, el castillo y si mi abuela hablaba así porque ya estaba “perdida” como decían mis papás o si estaba teniendo el mayor día de lucidez al sacarse tanto peso de encima, contando la historia.

Volví a la habitación donde estaba.

– Estoy acá. Contame ¿qué hacían en el sótano?

Los ojos de ella estaban hundidos en su cara. Rojos. Me daba una sensación rara cuando la miraba fijo. Juntó fuerzas, giró su rostro para mirarme, tomó mi mano y siguió.

– En el sótano tenían maquinas de tortura y las víctimas eran niñas jóvenes, que aún no las había tocado hombre alguno. Todas criadas y campesinas para que nadie las reclamara. Primero las golpeaba hasta sangrar o las metía en “La dama de hierro” que era como una tumba egipcia pero de pie que, cuando cerraba la puerta, unas cuchillas se activaban dando muerte a las chicas. A veces lo hacía con sus manos, las despellejaba. Separaba la piel de su carne y se pasaba el cuero rojo y húmedo por el cuerpo o ponía la sangre de las niñas en una bañera y ahí se quedaba horas.

– ¿Vivió eternamente?

– No… pero antes de morir la bruja, tuvo videncia sobre Isabel y dijo que un día llegaría la elegida, en el tiempo correcto, donde las aberraciones serían moneda corriente y cumplirá el legado familiar. Erzsébet murió, condenada y sola en su habitación. Por generaciones, nos cuentan la historia a las primeras de las primeras para que estemos atentas a las señales. Yo muero en su ley pero vos, Ana… tenés toda una vida. No te olvides de tus orígenes ni intentes callar esos demonios que viven en tu cabeza, solo quieren sacar lo mejor de vos y hacerte llegar lejos.

Su mano pasó de sostener la mía, a sentirse pesada y floja.

Subí hasta la cama, le besé las mejillas, me quedé acostada con ella. Podía sentir que mis piernas se humedecían a través de la sábana por su última hemorragia que lo desbordó todo. En la calle, estruendos y fuegos artificiales hacían luces que reparaban en el marco de la ventana mientras yo trataba de concentrarme en el ruido del ventilador.

Falleció esa noche, contando historias y con alguien que la escuchara.

Vinieron a saludarla, pero llegaron tarde.

Mi mamá me sacó de la cama diciendo: “¡Ana! ¿No ves que te ensuciaste toda? Metete al baño”. Yo estaba segura de que esa noche, con mi abuela, habíamos hecho un pacto.

Pasó el tiempo. Navidad 2011.

Un dolor en la espalda baja me molestaba desde el día anterior, “Habrás hecho alguna mala fuerza” dijo mi mamá. Estábamos cenando cuando una sensación de que me hacía pis hizo que me levantara corriendo al baño.

La primera señal de sangre, de malicia femenina.

Sentí la presencia de mi abuela por toda la casa, la sentí tomando mi mano.

Sonreí. No estaba sola…

En memoria de la abuela Murray, por haber elegido el protagónico aquella Navidad.