/Painecur

Painecur

Don Romero había llegado a las 6 am para empezar con el pozo, acompañado por su hijo Esteban, dos picos, palas de distintos tamaños, una barreta, un malacate con su cabra y poleas.  Una vez marcado el lugar, el muchacho comenzó a cavar, el trabajo era especialmente duro en esta época del año porque la tierra estaba húmeda y una gruesa capa de hielo la convertía en un bloque de concreto irrompible, eso sin contar el frio insoportable que helaba hasta los huesos.

No había tiempo que perder, los Romero eran los únicos poceros disponibles en la Payunia y una vez que arrancaban la temporada no paraban hasta que el invierno hiciera imposible su trabajo. Con la juventud como fuerza motora, Esteban hacia reverberar la barreta contra las piedras que terminaban cediendo, tras algunos minutos arrojo su herramienta al costado y tomo el relevo su padre. El veterano pocero, termino su cigarrillo y con una paciencia casi exasperante comenzó a picar el terreno, tomo la pala punta corazón y comenzó a sacar montones de tierra.

— Esteban, te he dicho mil veces que esto es mas maña que fuerza, tenes que calentar la tierra para que se derrita el hielo, no darle a lo loco.

No había mucho más que hacer que verlos trabajar, y para el mediodía ya les tenía el almuerzo preparado, un guiso bien punzudo, pero solo tomaron un bocado y me   explicaron que si comían mucho les entraba sueño y tenían que pegarle parejo para que               no los agarrase la noche.

Cerca de las 19 Don Romero se acercó a la casa y con una evidente frustración pasó a explicarme que se habían encontrado con una piedra demasiado grande y que les era imposible seguir con la perforación, por lo que iban a marcar un segundo pozo y retomar el trabajo al día siguiente. Mientras encendían una gran fogata para evitar la congelación del terreno, yo preparaba una pieza donde pasarían la noche, emprender un viaje de 300 km para volver al día siguiente era un total despropósito. Mientras cenábamos, Don Romero nos explicaba a mi marido y a mí que habían intentado todo para quitar la enorme roca, pero no podían hacer mucho más, porque comprometían la integridad del pozo.

El día siguiente comenzaron la faena antes de que el sol saliera completamente y esta vez avanzaban a una velocidad impresionante, era evidente su prisa. Cerca del mediodía Romero bajo al pozo con la barreta:

—¡La concha de su madre puta, piedra de mierda!

La misma historia que el día anterior, una roca tan grande y pesada que era imposible de sacar, mover y menos que menos romper.  Marcaron otro pozo a varios metros y ni bien empezaron se encontraron con el mismo problema. Durante la noche le plantearon a mi marido dos opciones, retomarían la primera excavación y buscarían quebrar la roca, de otra manera tendrían que ir hasta la ciudad de Mal argüe para alquilar un martillo neumático.

En la mañana iniciaron un fuego en el fondo del primer pozo y lo alimentaron con gruesos palos. Apenas se extinguió comenzaron a vaciar bidones de agua helada, hasta que la roca comenzó a quebrarse.  Una vez que la roca se enfrió retiraron los guijarros y reiniciaron el proceso, repitiéndolo durante todo el día.

Cuando se hizo la hora de la cena Romero nos explicó que estaba convencido que repitiendo una vez más el procedimiento lograrían continuar con el pozo, por lo que apenas termino de comer fue con su hijo a arrojar otros bidones de agua al fondo.

Esa madrugada comenzó a arreciar un vendaval que hizo descender el termómetro por debajo de los -10º, no pude pegar un ojo en toda la noche, el viento además de hacer crujir los arboles producía un escalofriante silbido en el que a veces podía distinguir algunas palabras inteligibles.

Todavía no amanecía del todo cuando tocaron mi ventana, me puse la bata y abrí, un hombre andrajoso estaba en cuclillas mientras movía las manos, de repente se incorporó y se volvió hacia mí. Su rostro parecía una pasa de uvas, y apestaba como si llevara varios días muerto, intenté despertar a Martin pero no respondía, quise cerrar la ventana pero estaba trabada.

— ¡Painecur! ¡ Painecur!— repetía incesante hasta que alzó las manos mientras retorcía el cuello de mi gato

Grité con todas mis fuerzas y corrí hasta el comedor, Esteban entró corriendo…

— ¿Qué pasó señora?

— ¡Un viejo mato a mi gato!

— ¿Qué viejo?

— Uno que estaba frente a mi ventana.

— Pero señora nosotros estábamos frente a su ventana y no vimos nada.

— ¿Me estas tratando de loca pendejo?

— No, por favor, nunca haría una cosa así.

Martin se despertó 15 minutos después, como si nada pasase, le conté lo que había visto pero no dudo ni un segundo en tratarme de loca, diciendo que era solo una pesadilla.

— Si estoy loca encontrá al gato.

— ¿A esta hora queres que salga a buscar un puto gato?

— Si.

— Están haciendo 10 grados bajo cero, loca de mierda, me voy a congelar.

— Y como es que los Romero pueden trabajar con este frio— me miró con cara de odio, le había tocado el orgullo, así que se abrigo y salió a buscar al gato.

Una vez que Martin se fue, calenté el agua y fui a cebarle unos mates a los Romero, una leve pero persistente nevisca dificultaba la visibilidad y el aire te congelaba hasta los huesos, pero ellos parecían inmutables. Le ofrecí un mate a Esteban porque me sentía mal por haberlo llamado pendejo pero más que nada porque su padre estaba en el fondo del pozo. Evidentemente habían podido romper la roca y cavaban a toda prisa para terminar el trabajo. Tras unos minutos el padre subió y bajo el hijo.

— Me dijo esteban que tuvo una pesadilla.

— No sé si es una pesadilla, no estaba dormida.

— A veces la cabeza nos juega una mala pasada.

— Yo sé lo que vi, me acuerdo muy bien de la cara del hombre tenía facciones indígenas, olía a muerto, y repetía «Painecur».

— ¿Painecur?

— Si, Painecur. ¿Qué tiene?

— Esteban, salí del pozo ya mismo.

— Ya voy, espera que termine de llenar el balde.

— No, subí ya mismo Esteban la puta madre.

— ¿Qué pasó?

— Nada señora.

— No me tome el pelo Romero, su hijo ya me trató de loca.

— Esteban ¿por qué puta no subís?

— ¡Ya voy, ya voy!

El viento comenzó a soplar con una fuerza inaudita, moviendo las piedras que estaban al borde del pozo, una de ellas empujó la escalera y la pared comenzó a desmoronarse. Romero sostuvo la escalera pero pisó mal el borde y solo logró empeorar la situación, grandes cantos cayeron sobre Esteban que intentaba cubrirse inútilmente. Entre los dos la enderezamos pero era tarde, el chico estaba inmóvil en el fondo del pozo. El padre descendió y como pudo lo cargó sobre sus hombros hasta la superficie.

Recién en ese momento me percaté de lo que estaba pisando, un montón de huesos, escarbé para asegurarme su procedencia pero mis temores se confirmaron cuando me encontré con una mandíbula humana.

Corrí hasta la casa, donde Romero intentaba despertar a su hijo, pero el pobre tenía un enorme corte en la cabeza, los brazos y piernas destrozados.

— ¡Romero! ¡Romero!— repetía sin recibir señales.

—Llevémoslo al centro de salud de Ranquil Norte.

— Son 80 km señora, no llega.

— No hables así, no podemos quedarnos sin hacer nada. Voy a poner el colchón en la caja de la camioneta y  varios acolchados.

— Gracias.

Romero dejó al chico en la caja y yo me quedé cuidándolo, no era más que un saco de huesos, intentaba modular alguna palabra pero solo lograba agitarse. Me tomó la mano, era evidente que no llegaría a Ranquil, el camino era muy escabroso y con cada salto lloraba de dolor.

— Painecur.

— ¿Qué pasó?

— Painecur— repitió mientras me apretaba la mano con todas sus fuerzas.

— Calmate mi amor, no hagas fuerza, ya llegamos

—¡¡Painecur!!!— gritó mientras se atragantaba con su propia sangre.

— ¡Romero para!

Coloqué de costado al muchacho para evitar que se ahogara, pero comenzó a retorcerse y empalidecer, hasta que entre esténtores produjo un agudo quejido y expiró. Romero lo tomó entre sus manos y quebró en llanto, era con seguridad la primera vez en años que una lágrima caía por el tosco rostro de aquel hombre. Tras unos minutos de dolor, se secó la cara y subió nuevamente a la camioneta.

— ¿No quiere que maneje yo?

— No señora.

— ¿Por qué vamos a mi casa? Vayamos a Ranquil para que lo vea un medico.

— Hay que enterrarlo.

— Por eso Romero, primero lo tiene que ver un médico forense.

— No, hay que enterrarlo en el pozo.

— Usted está loco.

Llegamos a la casa y Romero llevo el cuerpo de su hijo hasta el fondo del pozo.

— Mi abuela era Tehuelche y siempre nos contaba historias de los Painecur. Cuando el clima malograba las cosechas, las tribus sacrificaban al joven que más cerca estuviera de hacerse adulto. Lo enterraban vivo y para asegurarse de que no se levantara le ponían una enorme piedra encima, pero yo rompí esa piedra.

— ¿El cuerpo que usted sacó es el que habían sacrificado?

— No importa el cuerpo, lo que importa es el Wekufe, el espíritu del muchacho sacrificado que va a cobrar venganza.

— ¿Usted cree en esas cosas?

— No, pero tampoco en las casualidades.

Entré a la casa, Martin estaba sentado en el comedor, con todo lo que había pasado me había olvidado de él.

— Amor no sabes lo que paso con el hijo de Romero, se le vino encima el pozo. Y el padre quiere enterrarlo en el pozo.

— Está loco ese hombre, ¿cómo vamos a tener un fiambre en el jardín?

— No sé si está loco, el chico repetía «Painecur», lo mismo que decía el tipo que se me apareció hoy a la mañana.

— Entonces también estás loca, encontré al gato a un par de kilómetros, estaba cagado de frio nomas, está en la pieza.

— ¿En serio?

— ¿Para qué te voy a mentir? Anda a verlo — me dijo al tiempo que salía a ver el pozo.

Desde el pasillo podía oír el maullido apagado del animal, me dirigí hasta ahí.

— Michi ¿qué te paso mi amor? Venga con la mami.

Estaba en el costado de la cama con la cabeza debajo del elástico, lo tomé entre mis manos pero en cuanto lo alce vi que su cabeza era un peso muerto, los ojos estaban fuera de sus orbitas y la lengua de su boca. Lo solté asqueada y corrí hasta el frente. Martin ahora estaba al borde del pozo, a su lado estaba la escalera y arrojaba frenético paladas de tierra y enormes rocas. Desde abajo Don Romero lo insultaba.

Me acerqué en silencio y le di con una roca en la cabeza, quedando en el borde del pozo, tomé la pala y lo molí a golpes, hasta dejarlo moribundo. Cuando dejó de moverse simplemente lo empujé hacia el fondo. Corrí a buscar al gato y volví para arrojarlo también, tomé la pala y comencé a tapar el pozo.

— ¿Amor que haces? — alcanzó a balbucear mi marido.

— Señora por favor, déjeme salir — rogó Don Romero también lastimado por las piedras que, al parecer, le había arrojado Martín.

— ¡Miaauuuuuuuuu! — maulló el gato también en estado calamitoso.

— ¿Qué van a hacer ustedes si los dejo salir?

Me cansé de los quejidos así que tome las piedras más grandes que encontré, intentaban esquivarlas pero inevitablemente le daba a alguno. Después de varios minutos los quejidos se acallaron. Iba a ser difícil conseguir quien hiciera un nuevo pozo séptico.

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