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Reflexión filosófica: El culpable escondido

Sí, es verdad, no se puede negar que la Argentina hace rato se fue a la mierda. Miles de culpables se pueden señalar, que Alfonsín, que Evita y Perón, Menem, los gorilas, Roca, Sarmiento y bla bla bla bla. Un montón de parafraseo que se cubre con un manto de inexactitud, donde se diluyen las cargas y lo único que terminamos haciendo es putear al pasado, resignarnos con el presente y taparnos la cara frente al futuro. No es mentira que este futuro no es nada prometedor. Y que todo va de mal en peor. Se me ocurría decir que las escuelas se estaban yendo a pique, que el nivel educativo, que lo único que importa son las estadísticas, etc. Que los políticos, que la inseguridad, que la falta de cultura, que la puta oligarquía. ¿Pero puede ser tan fácil? ¿Identificar tan simplemente algo y convencerse de que ahí radica el problema y la solución? Lamento decir, que el cáncer que se está comiendo la vida de todos los argentinos está mucho más extendido de lo que pensamos.

Basta salir a caminar, hacer dos cuadras y observar. Bajo una primer mirada, podremos ver gente esperando el colectivo, otros deambulando, otros dele que dele con el telefonito, apurados, enojados, algún insulto seguido de un bocinazo. Tal vez , si prestamos un poco de atención, nos vamos a dar cuenta de que todos los que caminan lo hacen literalmente por donde se le dan los huevos, sin importar ni la senda peatonal, el semáforo, etc. Etc. Colillas de cigarrillo, mugre y papeles por todos lados, ¡Hasta tal vez veamos al desgraciado que ensucia en el acto mismo de ensuciar! Y lo más probable es que callemos, que seamos cómplices silenciosos de algo que está mal. Lo mismo para las infracciones y la gente que va desde hablando por teléfono hasta leyendo el diario a la vez que maneja. Más allá de las descortesías y los malos tratos, de los buenos días, los permisos y los por favor y gracias que brillan por su ausencia, con un tercer esfuerzo de concentración es posible llegar a una conclusión mucho más perturbadora: Nadie sonríe. Uno puede encontrar gente con una línea recta de mejilla a mejilla en todos los tamaños, gustos y colores; gitanos, abogados, el tipo del diario, mozos de confitería o vagabundo zaparrastroso. La cara de culo que nos la pateamos. ¿Y esto porque será? Estamos pensando en el dinero que no tenemos, apurados por llegar a trabajos que odiamos, para obtener ese dinero suficiente en el que estábamos pensando antes, para comprar todas esas mierdecillas que supuestamente a uno lo hacen feliz. Que la casa más grande, que un auto mejor, que la ropa, el teléfono, un aire acondicionado lo suficientemente grande como para enfriar la estúpidamente gigantesca casa, donde se podría albergar a la mitad de los judíos que fueron víctima del holocausto, por la cual nos acabamos de hipotecar hasta las pelotas para poder obtenerla, y que todos mis vecinos, familiares, amigos y enemigos vean todo lo grandioso que soy y lo bien que me va por la vida. Todos corriendo atrás de no sabemos qué, ni por qué, donde hay que encajar a toda costa y a cualquier precio, y este precio llega a ser la vida entera, buscando llenar un hueco que siempre va a estar.

La razón de que el país este dado vuelta, y de que el mundo en gran medida también lo este, es la falta de pasión. Si se pueden reír todo lo que quieran, pero este es el tumor que tanto nos cuesta ver y que tanto mal provoca. Hacemos cosas que no nos gustan en lo más mínimo, y en consecuencia, las hacemos, hablando mal y pronto, como el orto. Todos nosotros somos culpables, y no hay vuelta que darle. Todos nosotros le pusimos un precio a nuestro tiempo. Todos vendimos lo que tenía de lindo nuestra vida. Puede sonar crudo y cruel, pero que alguien se plante enfrente mío y que me diga que disfruta de ese estilo de vida del carajo, donde lo único que importa es escalar en la pirámide social, apilar la mayor cantidad de billetes y que no se entere el vecino que saque el televisor en 24 cuotas. O que al menos me explique por qué no sonríe en todo el día. Lo absurdo que suena, si uno trata de explicar que va a tal lugar a sufrir, para que le den un montón de papelitos, con los cuales puede comprar un montón de cosas que ni siquiera sabe para qué le sirven. Miren las canchas de fútbol, con un montón de mercenarios pagos, que un cuerno les vale la camiseta y la ilusión de la gente, con tal de embolsarse una cantidad como para poder sentarse arriba. O algún profesor de alguna cátedra perdida de la universidad de Cuyo, que desde hace 20 años perdió las ganas de vivir, y piensa en jubilarse desde los 40, para poder rascarse a mano limpia las pelotas las 24 horas del día. Y mil ejemplos pueden ser nombrados. Eso es a lo que aspiramos, a sufrir lo suficiente como para después poder estar echado lo que nos quede de la vida. ¿Se alcanza a ver lo retorcido de todo el asunto? ¿La triste comedia que representamos toda nuestra vida, siempre persiguiendo un horizonte, como el burro que tiene la zanahoria atada enfrente de la cara, y nunca la alcanza? Y ese termina siendo el motor de la vida, una promesa de que mañana se puede estar mejor.

Perdónenme, pero me voy a permitir el diferir. Yo no quiero ser un esclavo de todo lo que quiero tener, no quiero vivir pensando en el futuro y olvidarme de que donde hacer las cosas es en el presente. No quiero ponerme una careta el tiempo suficiente como para que esta se haga carne, y ya no me duela la mueca que tengo que hacer para sonreír. No quiero resignarme a aceptar las cosas como son, y huir de la mirada de mis hijos, cuando les tenga que explicar porque no hice nada. Quiero encontrar la alegría en cada segundo de la vida, en cada café, en cada abrazo, en cada mirada y en cada palabra. Quiero que tengan sentido las cosas que digo, quiero que valgan mis acciones. Quiero disfrutar de cada momento como si fuera el último. No quiero que el día de mi muerte mire hacia atrás y me den ganas de llorar. Y aunque den ganas de llorar, me consuela ir en el colectivo, y ver a un tipo tocando un cello en Paso de los andes y moreno, y que con una sonrisa pase la gorra, a pesar de juntar no más de 50 centavos. Me consuela charlar con un profesor y que me diga que aunque se “cague de hambre” duerme tranquilo todos los días, porque ama dar clases. Que todavía hay tipos con sobrepeso que no pueden correr ni dos cuadras, y se hacen un espacio para dedicarle una horita el domingo al fulbito con amigos. Me consuela ver que todavía hay gente que canta, gente que ríe, gente que te mira a los ojos y no sentís el vacío. Todavía hay gente que se emociona, lo que significa que todavía hay un alma a la cual apelar. Y eso es lo que quiero ver. Basta de quejas, basta de llantos, basta de lamentos que ya ni nosotros queremos escuchar, que así el barco lo único que hace es hundirse.

La única manera de enderezar las cosas es amando lo que hacemos, porque nadie que ame algo puede hacerlo con la indiferencia que hoy hace que este todo tan podrido. Solo poniendo los huevos sobre la mesa y tomando cartas en el asunto podemos salvar lo que quede. Solo importándonos lo que importe de verdad. Que al final de cuentas, la vida es un paseo, y si no se disfruta nada tiene sentido.

Escrito por Fran para la sección:

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