Richard me despidió en la entrada de la sala de embarque del aeropuerto con una nalgada cariñosa y un pedido que sonaba más a orden: “Lo único que te pido es que vuelvas de ese viaje con buenas noticias y un adelanto de la historia”. Es mi editor y voy a Buenos Aires con un borrador entre manos a reunirme con dos agentes editoriales. Además, Lisandro estaba allá hacía varios días por temas laborales y quedamos en pasar juntos el fin de semana, lejos de las miradas juiciosas de una Mendoza tan pequeña. Por último, la promesa de una reunión con mi alterego de antifaz. Iba con una pequeña maleta de mano y la mochila. Y aunque parece una metáfora, no lo es. Cargaba sólo lo necesario y pretendo volver con menos peso del que llevo.
El viernes, decidí lanzar las runas al aire y contactarla. No eran sólo sus escritos, sino lo que la misma historia había ideado en mi cabeza. Que conociera o no a Lisandro ya no era tan importante como el hecho de que había logrado cruzar la frontera entre lo posible y lo real. Para los escritores eso es un hallazgo. Después de la tensión del ese primer contacto entre nosotras, hablamos toda la noche. Confesiones de ida y vuelta, historias pasadas y la realidad que nos ponía frente a frente. Me confesó tener miedo. Yo ya había pasado el umbral y del miedo inicial a mi más temida duda, y pasé a la tranquilidad de una verdad ansiada que me abría las puertas de un nuevo comienzo. Durante el vuelo, traté de no pensar en nada y las dos horas se me pasaron entre sueños lúcidos que iban de Joaquín Sabina a Alejandro Sanz sin escalas, hilándome poemas peninsulares con halo de nostalgia y soledad a través de los auriculares de mi Iphone.
Lisandro me estaba esperando en el Jorge Newbery y me llevó al hotel. Conozco Buenos Aires. No era necesario que me buscara. A un taxi le hubiera tomado unos pocos minutos llegar por la Costanera hasta la 9 de Julio por autopista. Pero me agradó el detalle y mucho más su abrazo sincero, desprovisto de la preocupación de ser descubiertos por cualquier mirada que pudiera encontrarnos porla calle Colón en las latitudes de la ciudad que nos asfixiaba con su iniquidad. Me registró en su misma habitación y subimos al séptimo piso tomados de la mano. Él solía recibir alguna llamada de Laura mientras compartíamos momentos, pero esta vez yo deseaba que lo hiciera porque iba decidida a la fantasía que muchas veces se me pasó por la mente y nunca tuve el valor de concretar. Ahora había alguien que podría ser mi cómplice en el desafío de ponerlo entre la espada y la pared. Ella podría no estar de acuerdo, o podría pedirme algo a cambio, esa tarde lo sabría. Pero era la oportunidad.Al colgar, dejó su teléfono en la cama y fue al baño. Me temblaban las manos, pero lo tomé y vi el número de Laura. Cerré los ojos y lo guardé en mi memoria, como tantas otras cosas durante cada encuentro con él.
Cuando él salió del baño, se despidió de mí con un beso y quedamos en encontrarnos cerca de la noche en un bar de Palermo, para tomar algo.Él había propuesto ir al teatro, pero yo iba decidida a montar mi propia obra, así lo persuadí de un plan más tranquilo. Tomé mi móvil y agendé el número apenas la puerta se cerró. Él se iba a su reunión y yo tenía las mías. Abrí la maleta, me cambié la camisa, me retoqué el maquillaje y abusé del perfume. Salí por Corrientes deteniéndome en las pequeñas librerías y luego de las reuniones, decidí bajar las escaleras en Callao para tomar la línea “D” del subte hasta Plaza Italia. Buenos Aires tiene otro olor en el subsuelo, las luces artificiales alcanzan los rostros y el bamboleo del tren adormece los sentidos. Cuando llegué al bar, ella ya estaba ahí. Fue un encuentro que me aceleró el corazón por varios motivos y trajo a mí el destello de cada letra leída y escrita en las últimas semanas. La sentí cercana. El espejo de su rostro me mostraba lo que yo había deseado ver muchas veces. Hablamos, bebimos, acordamos. El desenfado de lo prohibido nos abrazó y, después de un par de tragos entre risas, brindamos por la obra, por lo que escribiríamos y por lo que haríamos. Con una caricia en las manos y un beso en la comisura de los labios para sellar el trato, nos dispusimos a la espera de Lisandro.
Su sorpresa en el rostro de él al verme acompañada, no fue tanta como la que evidenció su gesto al escuchar su nombre. “Pero…, juraba que ella no existía, que era un seudónimo más que usabas para tus historias…”, dijo un poco confundido, mirándola a los ojos y sintiéndose cómodo con la sonrisa encantadora que ella le brindó. Fue él quien propuso compartir la velada juntos. Ella era seductora, imposible resistirse a escucharla y conocerla. Yo confesé haber querido conocerla y desafiarla sólo para saber si eran ellos los que en verdad se conocían. Ella bromeó con que, en caso de que se hubiesen conocido antes, él no es el tipo de hombres por los que se siente atraída. Y él dijo que si sólo fuera un lector y no nos conociera a ninguna de las dos, se habría enamorado de la pluma de ambas.
Después, una picada de mársicos, unos cuantos mojitos y ella salió a fumar. Yo me excusé para ir al baño. Sabía que él, como buen caballero que es, no la dejaría sola. Ella, con su andar irresistible, lo encadenaría al deseo de ir tras una conquista que sería también una odisea de la que podría costarle demasiado caro salir, pero no midió. Es un hombre acompañado de dos mujeres hermosas. No, no podría elegir. Nunca pudo, incluso cuando la tercera de nosotras no estaba allí. De reojo ví cuando él se levantaba y los espié. El guiño de ella cuando él le encendió el cigarrillo, me encendió también a mí. Diez minutos de íntima tertulia en la vereda, fueron suficientes para pedirle al mozo tres tequilas en la mesa, la cuenta y una propina por adelantado. Me uní a ellos, le pedí a ella el cigarrillo que estaba terminando. Al volver a la mesa, el primer tequila fue divertido. El segundo ya era una fiesta y para el tercero, Lisandro ya decía demasiadas huevadas. Estaba listo. Podría decir que sí a cualquier cosa sin la menor resistencia. Al pararse, tambaleó un poco y yo sonreí. Ella, tan amable, sugirió que nos abrazara a ambas para mantenerse en pie. Salimos los tres del bar. Él, absolutamente borracho. Nosotras, entusiasmadas. “Mi casa está cerca, ¿vamos por un café?”, insinuó ella. Lisandro me miró con las cejas levantadas, era una mezcla de súplica y duda. Le besé los labios y aceptamos la invitación.
No fue difícil que él se abandonara a la cama apenas entramos. Yo sólo reparé en el espejo. Y ahí me ví, con él tendido de fondo y ella detrás de mí quitándome el abrigo y la cartera. “Estás muy vestida para esto”, me susurró al oído encontrándome la mirada a través del reflejo. El café lo dejamos para más tarde, nos urgía aprovechar la inconciencia de Lisandro, Mientras le quitaba la ropa a él, la observé desvestirse y colocarse el antifaz. Fue fácil amarrarlo, abandonado sobre las almohadas al placer de sus caricias. “A Laura le van a encantar estas fotos”, dijo ella al sacar la primera selfie besándole la entrepierna. Yo fui por un vino que me relajara, porque no habría vuelta atrás. “¿No vas a venir?”, me preguntó, cumpliendo con la tarea pactada. “No durante las fotos”, contesté.
Ella era perfecta, sabía aprovechar los espacios de su cuerpo en cada pose. Me dio placer verlos así, aunque él estuviera inconsciente, observarla recorrer su piel me hizo desearla. Un morbo difícil de explicar. Quería ser ella y al mismo tiempo disfrutarla. Lo estaba haciendo, por demás. Ella me observaba también, intuí que había más que complicidad en su mirada. Me di vuelta y observé de nuevo el espejo, con ellos de fondo. Y desde ese lugar vi la obra maestra de un lienzo perfecto en el reflejo.
Ella dejó el menester de la cama y caminó hacia mí con el teléfono en la mano. “Te escucho”, me ordenó sentándose sobre mis piernas. Le dicté el número de Laura, me bebí el resto del vino en la copa y le besé los labios, con una caricia en la cintura y otra en el cuello. Ella me tomó del pelo con firmeza y me recordó lo que seguía: “Ahora te toca a vos”.
“Me aburrí de tanto pito infiel”, me había confesado durante la charla en el bar. Y tenía razón. Decidí volver al hotel, sola. Lisandro amanecería entre sus sábanas, perdido, confundido y con la resaca nublándole los sentidos. Yo negaría haber estado en la casa de ella, sólo admitiría hasta el tercer tequila en el bar. Al regresar a Mendoza, Laura tendría más de una imagen para pedirle explicaciones, y yo tenía que cumplir mi parte, ocupándome de Juan Andrés.
Por lo demás, Richard no sólo tenía la historia, sino una primicia para vender el escándalo de un respetable señor de la créme mendocina, de fiesta nocturna por Palermo durante un viaje laboral.
Y ella, eterna libélula de mis madrugadas entre letras, tenía la libertad de escribir lo que quisiera sobre nuestro encuentro en Buenos Aires, donde se desnudó para mí, convirtiéndose en mi cómplice.