El viaje se hace interminable. Transitamos entre estaciones que detienen la marcha de a ratos, esas que de no ser por el ferrocarril, serían la desolación de los pueblos fantasmas. Aunque me resista, me tiento con los recuerdos que se dibujan en el cristal de la ventanilla, en la proyección de imágenes de una película que me tiene como actriz principal. Como fondo, los áridos campos Cuyanos.
El tren se detiene, debo bajar. El lugar esta virgen, abandonado, desolado. Nadie me espera. Intento preguntar a un caballero que camina rápido a mi lado, pero es inútil, me pasa por encima con su ignorancia. Dos mujeres sobre un banco conversan, no me escuchan, no puedo acercarme más, no me ven. Unos nenes corren de frente a mí, me están por chocar, se acercan, me cubro y me atraviesan. El vacío se adentra y riega mis venas.
Me observo. Ni siquiera yo me veo, no tengo brazos ni piernas. De repente la estación se puebla, miles de personas transcurren el juego de sus vidas, y yo solo observo. No soy parte del juego, mis fichas no suman en la apuesta, solo los escucho ordenarse alrededor de una ruleta que es su destino…
Mi voz es el susurro de una rosa florecida, reluciente, que se niega a ser cortada.
El cielo se tiñe de rojo, mientras un remolino negro de escombros me asfixia y me absorbe a su punto central. Ya no respiro, solo tengo los ojos abiertos registrando los detalles del aliento final.
–María, despertá… –una mano tapa mis boca y me invita a leer el tono suave de sus labios.
Aun no reacciono, pero siento que puedo hablar, que inhalo nuevamente. La pesadilla, aparentemente, ha pasado.
–A mi espalda vas a ver dos tipos preguntando por una chica, con una foto que tiene tu imagen. ¿Los ves? –solo asiento con la cabeza, el color blanco de su pelo me da tranquilad. Es más alta de lo que imaginé, cuando Juan la describió antes de despedirnos.
–¡Te están buscando María! Subieron un par de estaciones atrás. Quería aguantar hasta Mendoza, como Juan me pidió, pero vamos a cambiar de planes o será muy tarde.
La mujer agarra mis cosas, y me ubica delante de ella. Caminamos hacia la parte trasera del vagón, me siento protegida, cuidada. Metros adelante, un hombre con gorra azul, que si no me equivoco es el que recibe los boletos cuando uno sube al tren, abre un camarote.
–Esperame acá, María –dice sin dejarme salpicar un comentario. La situación es como un tobogán de agua por el que bajo, sin más que agarrarme fuerte y esperar que todo pase. La puerta se cierra. Sigo sin entender.
Pasa muy poco, hasta que vuelve a abrirse. La dama me extiende su mano izquierda y corremos hasta una de las escaleras, la última. El hombre no nos pierde pisada, hace un gesto con su gorra a otro más lejano, y éste, sucesivamente, con otro que apenas veo.
–Agarrensé con todas sus fuerzas –nos invita el operario. Nos abrazamos como podemos a una de las barandas. Ella hace lo mismo pero se entrelaza con mis brazos, me cuida como oro. El tren hace un estallido de chillidos, las chispan riegan las ventanas como fuegos de artificio, la gente grita, los bolsos se caen. Nosotras nos mantenemos fuertes, y deslizándonos suavemente hacia el piso hasta quedar sentadas en los escalones.
Solo hay gritos y sorpresas. Finalmente estamos quietos.
Dos operarios nos incorporan mientras las puertas se pliegan, Ella lo saluda con un guiñe y su mano derecha, que conlleva en la palma unos cuantos billetes enrulados. El precio de la libertad.
Bajamos y corremos campo abierto. El tren avanza nuevamente mientras dos sujetos nos gritan e insultan desde una ventana, al final del mismo. Pero ya es tarde, no se detiene, acelera y se aleja ante nuestra atenta mirada de costado.
Ella se ríe y me libera lo suficiente, como para acompañarla.
–Debo contarte todo, Juan pensó cada detalle. Me envió para vos una carta advirtiendo de tu llegada, que regresaría a Tunuyán luego de tantos años, y que lo haría con la mujer que me daría los nietos mas maravillosos, que alguna vez imaginé –comenta mientras trotamos alejándonos de las vías.
Me desvanezco de la emoción, en un momento pensé no dejarme llevar por las palabras, pero los hechos…, los hechos me hacían completamente suya. Los espalderos de una finca a unos veinte metros, decoran de uvas mi bienvenida, tal vez como un punto de encuentro con Juan siento paz. Respirar Mendoza… me da paz.
Nuestras manos son el canal que transmite vida, la emoción de ambas se conecta a través de ellas. Cuando de repente un ruido desde atrás, desde el tren que se alejaba, la desploma a la señora a tres pasos de la tranquera.
Desde el último vagón, la mira de una escopeta, llena de terror el cuerpo de la madre de Juan. ¡Ni siquiera sé cómo se llama! No hago más que girarla, y su mano, se baña en la sangre que derrama el costado derecho de su tórax.
No quiero pensar lo peor, tiemblo, ¡no sé qué hacer!, mientras suenan un par de disparos en un mundo lejano que no percibo. La distancia, no les da alcance.
Ella no responde, se queja demasiado. Grito a mí alrededor, pero es imposible que me escuchen, me siento como… me siento como en “la pesadilla” intentando pedir ayuda, a nadie. Extendiendo mis brazos, a los abrazos que nunca llegarán.
Con sus ojos cerrándose, se despide del mundo. Estamos en el suelo, su cabeza apostada en mi pecho que palpita por ambas, solo puedo ver el cielo que derrama unas gotas, y en su mano derecha apretado, el sobre con la carta de Juan que dice:
“Para Emilce. Juan”…
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Ah! Respira Mendoza!!! esas palabras me hicieron retroceder al día que fui por primera vez a Mendoza, inolvidable…
Muy linda historia Lazy Daisy,muy linda!